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Siempre mintió
El abogado de Ovidio
Apenas pasan las cuatro de la tarde, cualquier día de entre semana en esta ciudad. Es el cruce de Enrique Díaz de León y Vallarta, en el sentido norte-sur. El semáforo se pone en rojo y, frente a nuestro automóvil, se detiene un camión urbano, que a su vez es el que está hasta adelante de la fila, mordiendo el paso peatonal.
Una familia entera camina hacia las líneas blancas y comienzan a hacer malabares. Unas naranjas verdes que simulan pelotas en las manos de la que parece ser la joven madre, con un bebito en el rebozo, en la espalda; otros dos niños, de no más de 10 años, dan brinquitos y uno se sube a los hombros del otro. Apenas se ven entre los vehículos y la gente que atraviesa para seguir su camino.
Terminan su improvisación y comienzan a pasar entre los autos para pedir unas monedas. Uno de los niños se para detrás del camión, justo frente al escape. Se asoma por él, incluso abre la boca y comienza a reírse. De mi pecho sale un “Aguas con el niño”, más para mis adentros que, obvio, para el chofer del autobús. Pensé en qué pasaría si el conductor se echara en reversa, si hiciera un movimiento sin alcanzar a ver que, atrás, pegadito a su escape, un niño de menos de 10 años jugaba con el humo. Pensé en sonar el claxon para hacerle señales de que se quitara de allí, que era peligroso, pero justo en ese momento volteó, sonrió por su travesura y caminó hacia la acera...
El cabello negro, abundante, largo, atado a una coleta. Una falda negra, a media pantorrilla, una blusa morada y sandalias. La piel morena, lustrosa, joven.
Son las cinco de la tarde en la acera noreste del cruce de Enrique Díaz de León y Niños Héroes, justo donde hay un Punto Limpio del gobierno de Guadalajara.
Ella, una jovencita de unos 13 o 14 años, vende colaciones para que conductores y peatones entretengan el hambre. Durante el alto, de una pequeña hielera llena de bubulubus saca trocitos de hielo. Con ellos, sobre el cuerpo metálico, gris y sucio de uno de los contenedores del Punto Limpio comienza a hacer dibujos.
El alto dura una eternidad. Nosotros seguiremos por Niños Héroes rumbo al poniente. Ella saca otro hielo. Comienza a dibujar una flor. Primero delinea los pétalos; después, el centro, el tallo, las hojas... El trocito de agua sólida deja su rastro sobre la tierra. Ella alcanza a dibujar un par de estrellas justo arribita de donde está la flor.
Se prende el verde. Ella voltea a ver el semáforo y se pone de espaldas a su obra maestra. Durante ese rojo debió haber vendido tal vez un bubulubu o una bolsita de semillas o de cacahuates, pero le ganaron las ansias de ser niña. Una infancia que duró apenas un alto en un semáforo.
Tienen el uniforme puesto. Es la vida prepandemia en la esquina de Vallarta y Francisco Javier Gamboa. Son dos adolescentes. Deduzco que son hermanas o, al menos, familiares. El alto se pone para quienes circulamos rumbo a La Minerva. Las jovencitas comienzan a caminar entre los vehículos, con cajitas llenas de dulces. No se ve a ningún adulto que las acompañe. La que pasa de nuestro lado es la mayor. Su uniforme es de secundaria. Trae una pequeña bandolera que atraviesa su torso de forma diagonal. De ella se asoman algunas plumas y un par de lápices. El semáforo cambia a verde. La sigo con la vista mientras los carros se animan a avanzar. Camina hacia el pasto verde de la jardinera, de donde levanta un cuaderno; deja la cajita de dulces y se apoya en un gran árbol que le da sombra. Saca una pluma de su bolsita y sigue escribiendo letras que no alcanzo a leer, pero que, parece, son parte de su tarea escolar.
Son niños.
Siendo niños.
En las calles.
Twitter: @perlavelasco
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