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La bondad, un bien necesario

¿Por qué nos cuesta tanto tener actos bondadosos con los demás?

No lo sé. Nadie sabe qué es lo que ocurre del todo consigo mismo respecto a esa autocensura para compartir amor. Nos reprimimos, nos vamos protegiendo, lo que equivale a un aislamiento voluntario y elegido que a su vez también nos impide recibir la bondad y el amor del otro.

Somos pequeños seres frágiles y vulnerables. Pretendiendo ocultarnos y mentirnos a nosotros mismos. Compitiendo sin razón y sin piedad por esta ficticia carrera de la vida. ¿Qué perseguimos? Tampoco sabemos. Sólo hay que ser un poco más y más hasta que los triunfos vanos obnubilen el andar. Sin recordar ni estar atentos a dejar de ser un poco menos de todo aquello que ya no nos representa, de todo aquello que ya no nos cabe en la piel. Parece que la mal entendida regla de la travesía consiste en no desnudarnos nunca.

Benditos cuerpos amurallados, resplandecientes y elegantes con sus ropas de acero. Infranqueables todos. Víctimas de sus placebos de seguridad y autonomía. ¿Qué nos representa entonces el cuerpo? Nuestro cuerpo es visto, analizado, evaluado, juzgado, comparado, ninguneado, sobrevalorado, devaluado, acosado, modificado, exaltado.

Ser bondadoso implica mirar a ese otro, la mirada reconoce, da sentido y lugar. Da presencia. La mirada nos lleva a una especie de consciencia básica, aparentemente simple, pero suficientemente profunda para leer la vulnerabilidad ajena y en la medida que la contrastamos, reconocemos un poco la propia.

Y ahí vamos, reprimiendo nuestros instintos y refrenando nuestras pasiones. Sin parpadear, sin mirar abajo, ni de reojo, enmudecidos y restringidos. Diría la escritora Irene Vallejo: “Sin tacto ni contacto, la bondad acabará por ser nuestro placer prohibido”.

No habrán de salvarse ni los cuerpos, ni las ropas. Parece que hemos llegado aquí para perderlo todo y, paradójicamente, para entonces deberíamos haber comprendido que hemos ganado más de lo que creímos necesitar.

Hermann Hesse escribió: “Todo está dentro de ti, el oro y el barro, el deleite y la pena… No eres un armónico y dueño de ti mismo, eres un pájaro en plena tormenta. ¡Déjala rugir! ¡Déjate llevar!”

Mientras más evitemos los actos generosos hacía los demás y mientras que la bondad nos asuste, la alegría, la armonía y el disfrute también nos estarán negados, nos habremos castigado a nosotros mismos y a nuestros cuerpos. Después de todo, en muchas cosas por aquí se vuelve indispensable la ternura.

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jl/I