No sé si existen antes y ahoras en las historias que nos inventamos, pero quizá sí existen escenas que, al recordarlas, vuelven a ponerse frente a nosotros con la misma luz con la que las vivimos; quizá sí hay momentos en los que algo encaja (o algo se rompe, más pensando en un quiebre de la continuidad que en una ruptura total).
Desde muy niña iba al cine. Mi mamá incentivó en mí ese gusto. Recuerdo como en sueños esas primeras veces ante una pantalla, en las butacas, con los pies colgando y el olor a palomitas. Entonces eran las películas de Disney y alguna que otra producción nacional que vimos en el famoso y ya extinto “cine del castillito”, en Pedro Moreno y Escorza.
El fin de semana pasado me puse a limpiar a conciencia las películas que tengo en casa y llegó el pensamiento de esa película que me dejó maravillada y que, sin duda, me hizo imaginar el cine de otra manera: como arte, no solo como la experiencia en una sala oscura, que era la que tenía hasta entonces.
En mi infancia casi cada fin de semana rentábamos películas en el videoclub. A finales de los ochenta yo ni siquiera tenía 10 años. Y fue en esa época cuando llegó a casa ‘La princesa que quería vivir’ (‘Roman Holiday’) y me causó tal fascinación que abrió una ventana que jamás se ha cerrado.
Para mí, eran una princesa y un reportero (ah, el periodismo) recorriendo las calles de Roma en una Vespa. Ella, siendo libre de todo protocolo y disfrutando de cada parte de una ciudad ajena; él, un compañero cómplice de esa misma libertad. Vi esa película al menos una docena de veces. No exagero. Durante semanas enteras, cada que mi mamá iba al videoclub, yo le pedía que la rentara de nuevo. Y la recibía con la misma emoción, descubriendo cada vez algo nuevo, un detalle apenas chiquito. Lo hipnótico de Audrey Hepburn, con su mascada a rayas atada al cuello; lo interesante de Gregory Peck, con su traje impoluto.
Con el tiempo, esa ventana no solo se quedó abierta, sino que comenzó a llevarme a otras: al deseo, a la curiosidad, a una forma distinta de mirar. Ya rumbo a la adultez pude tener acceso al cine del que no salía en las grandes salas gracias al Cineforo de la UdeG y al entonces canal 7 de la televisión oficial jalisciense. El dinero público me permitió ver películas que de otras formas difícilmente habrían llegado a mí.
Recuerdo perfecto ‘Luna amarga’, de Roman Polanski; ‘Carne trémula’, de Pedro Almodóvar; ‘Crash’, de David Cronenberg, o ‘Belle de Jour’, de Luis Buñuel. Cada una parecía deslizarse en la piel, abrir mis ojos. Despertaban sensaciones que no sabía que existían. Susurraban secretos. Me enseñaban que el arte también podía ser un roce, una caricia apenas percibida, un estremecimiento que se quedaba adentro mucho después de que la imagen desaparecía.
Y así, entre recuerdos de un pasado niño y la juventud que me permitió observar distinto, comprendí que aquellas ventanas abiertas por Audrey Hepburn y Gregory Peck nunca fueron solo sobre el cine, sino sobre la manera en que comencé a concebir la vida. Cada película que llegaba a mí era un viaje y, a su vez, cada viaje era un descubrimiento de mí misma. Y lo sigue siendo.
El cine no solo guarda memorias; las crea. Me ha permitido reencontrarme con quien fui y también imaginar quiénes podría haber sido.
Es esa mezcla de nostalgia y posibilidad lo que me sigue atrayendo: la sensación de que, aunque los días se acumulen y las ciudades cambien, hay momentos que se quedan suspendidos, intactos, casi eternos. Y que puedes repetirlos una y otra vez con solo un ‘play’.
Como si la Vespa nunca hubiera dejado de recorrer Roma, como si yo pudiera seguir con Audrey, aunque solo sea por un instante, dejándome llevar por la libertad de ver sin miedo, de soñar sin límites, de reconocer lo profundo, de abrazar lo oscuro.
Entre lo que se va y lo que permanece.
Entre memoria y deseo.
Vibrando.
jl/I









