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Manipulando las Afores
El voto despojando afores
Han sido ya varias las ocasiones en las que he hablado con mi entorno cercano acerca de la posibilidad de que un día, de la nada, simplemente desaparezca. Vivir en un país como México te obliga a meditar este panorama. Sufrir un país como México te obliga a hacerte a la idea de que, sí, hay muchas probabilidades de que ello ocurra. Y no, no es nada grato (¿cómo podría serlo?).
Y este país te orilla a pensar muchas de tus acciones en torno a una desaparición, un secuestro, un feminicidio… Sé que no sólo yo lo pienso. Por ejemplo, he conversado con bastantes mujeres acerca de lo que ellas piensan sobre una eventual desaparición o asesinato; un secuestro o una violación; una agresión sexual o una extorsión.
Cuando me hice mi primer (y único) tatuaje (hasta ahora), entre las reflexiones posteriores estuvieron: “Bueno, si me encuentran irreconocible de la cara, mi tatuaje puede servir para que me ubiquen” o “si no me hallaran completa y sólo tuvieran pedazos de mi cuerpo, ojalá mi pierna esté visible y puedan saber que sí, es la mía” o “si alguna vez estoy en el Semefo como NN, tal vez mi tatuaje ayude a que mi familia me reconozca y vayan por mis restos, para que logren la tranquilidad que necesitan”.
Cuando nadie de mi familia ve cómo voy vestida, me suelo tomar una fotografía y enviarla, para que así sepan qué traía puesto ese día, por si se llegara a necesitar. Por si un día no supieran más de mí, pero en alguna de esas fosas en las que está convertido este país, alguien encontrara un retazo de la tela de mi blusa o de mi pantalón y se adjuntara a esos enormes y tristes documentos digitales que los gobiernos suben a sus páginas de Internet para que alguien, quien sea, pueda identificar a su ser amado entre las prendas fotografiadas.
Cuando salgo sola, siempre comparto mi ubicación y aviso adónde voy y con quién estaré. Aviso cuando me subo al auto, cuando tomo un taxi, cuando me voy en camión o incluso caminando. Aviso cuando ya estoy en el susodicho lugar. Y lo mismo de regreso, en acciones que ya se convirtieron en ritual, que son casi mecánicas, que ya no pienso mucho, pero que podrían salvar mi vida.
Hace ya varios años que en los grupos digitales que tengo con mis amigas no sólo hacemos comentarios y hablamos de nuestros estados de ánimo y mandamos fotografías acerca de algo que nos queremos comprar o se nos antoja comer.
De esos años a la fecha es de rigor, como una disciplina ya bien aprendida y arraigada, compartir el vínculo del auto de servicio al que nos subimos, para saber la ruta que sigue, la hora aproximada de llegada, los datos del vehículo y el nombre del chofer. Seguimos, por medio de nuestros teléfonos, el camino de nuestras hermanas, hijas, madres, sobrinas y amigas no sólo hasta que han llegado al punto donde deben, sino hasta el momento en el que escriben “ya llegué”, y podemos confirmarlo con un mensaje de audio o una clave ya preestablecida.
Con los hombres también lo hacemos, pero por alguna razón –tal vez porque el hecho de que los violen después de unas cuantas cervezas o los acosen en un taxi es muy improbable– nos conformamos con que nos escriban ya cuando llegan a casa.
Nuestras rutinas diarias se han trastocado de formas profundas, facilitadas por los teléfonos celulares. Pero ya lo tenemos por completo entendido de esa manera. Ya no nos parece raro que nuestros hermanos o padres quieran saber dónde estamos y a qué hora llegamos, sin importar la edad que tengamos. Y que nosotros lo hagamos con ellos y con nuestro círculo cercano.
Vivir en este país es un continuo estar en el lugar equivocado en el momento erróneo; donde cualquier autoridad, con una facilidad ridícula y una boca ligerísima, puede vincularnos al consumo de drogas, acusarnos de provocar nuestra violación, de haber dado motivos para que nos asesinaran.
La frase “mándame tu ubicación en tiempo real” es una nueva manera de cuidar de los nuestros.
Es una nueva forma de demostrar cariño y preocupación.
Qué tristeza.
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jl/I