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Inundaciones
Monseñor
Es común que mis estudiantes, o colegas, me pregunten sobre dos elementos clave en el éxito de la desinformación: ¿por qué en épocas críticas se multiplica la información falsa o inexacta? ¿Y por qué la gente cree en fake news, aunque a veces sean, no solo ilógicas, sino disparatadas?
La desinformación ha acompañado a la humanidad desde tiempos antiguos, desde campañas difamatorias en monedas romanas hasta libelos en panfletos. Y en el siglo 20, algunos grupos mediáticos unidos en amasiato con el poder político han cumplido ese siniestro propósito.
Lo que ha cambiado es la escala y la velocidad: hoy se propaga instantáneamente a través de redes, cuentas falsas y ejércitos de bots. Los emisores ya no requieren esconderse en la penumbra para deslizar libelos por debajo de las puertas. Les basta el anonimato digital, las cuentas falsas y organizarse en chats de WhatsApp.
Las etapas de crisis –como conflictos bélicos, pandemias, elecciones, migraciones o sucesos delictivos de alto impacto– crean condiciones ideales para la desinformación. La opinión pública se ha vuelto otro campo de batalla y estos eventos movilizan emociones intensas como miedo, rabia o empatía, que facilitan la difusión acrítica de contenido falso o discursos de odio.
Desgraciadamente, las redes sociales, por su diseño algorítmico, favorecen lo viral sobre lo veraz, recompensando el sensacionalismo. Algunos influencers y medios sin escrúpulos aprovechan esto para echar mano de las malas artes y difundir narrativas alarmistas o propaganda negra.
Más grave aún es la proliferación de cuentas que simulan ser medios periodísticos o “comunicadores ciudadanos”, pero que en realidad se dedican al golpeteo y a la estulticia.
En este sentido, el lenguaje también se vuelve un instrumento de distorsión: la misma acción puede cambiar de nombre según la simpatía política del emisor. Así, dependiendo del caso, unos son “Estados” y otros “regímenes”, unos “advierten” y otros “amenazan”, unos son “defensores de la nación” y otros “viles traidores de la patria”.
Esto nos lleva a la segunda pregunta: ¿por qué las personas creen en noticias falsas, por más absurdas que sean? La respuesta está en dos conceptos: el sesgo de confirmación, que lleva a aceptar aquello que refuerza nuestras creencias previas, y la heurística de disponibilidad, un atajo mental que nos hace considerar más probable algo solo porque lo hemos visto con frecuencia en el pasado.
Frente a este panorama, algunas voces han propuesto legislar contra la desinformación. Pero eso abriría la puerta de una tentación peligrosa: la censura. Aunque ya existen mecanismos –algunos sutiles y otros abiertamente preocupantes– que limitan el flujo informativo, trasladar estas prácticas al derecho positivo, especialmente mediante redacciones ambiguas que favorecen a los grupos de poder, podría implicar una legitimación del silenciamiento institucionalizado, como parece ser la intención en algunas entidades federativas.
Un tema al que podríamos dedicar una próxima entrega de esta columna.
*El autor es investigador de la UdeG
X: @julio_rios
GR