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Entre líneas

Hay libros que me seducen desde el primer instante. Algo en la portada, en la reseña; algo que dijo quien lo escribió; el lomo, el canto… y entonces comienzo a leer y no puedo detenerme. Pienso que en la siguiente página lo cerraré, o en el próximo capítulo, o en el punto y aparte que ya tengo a dos palabras. Pero sé que es mentira y que llegaré ahí y seguiré porque el interés es tal que me desenfrena los ojos y la mente, las sensaciones y los pensamientos.

Hay libros que compro y después guardo. Se quedan allí en el estante, casi en el olvido. Recuerdo que los tengo cuando alguien los menciona, cuando limpio ese espacio o cuando paso y los veo de reojo. No es que no tenga intención de abrirlos y leerlos, sino que algo se atraviesa: desánimo, cansancio, poco interés… Me pregunto genuinamente para qué los compré o si fue la emoción del momento o un afán acumulador el que me hizo llevarlos a casa.

Hay libros que no funcionan. Avanzo y dentro quiero seguir, pero sé que no me gustan. Me afano en una especie de compromiso de mantener lo inmantenible. “No dejo libros a medias”, me digo para convencerme, pero la realidad es que me causa más cansancio y aversión mientras más lo pienso. Y llega el dilema de si cerrar ese libro para siempre o terminarlo de leer porque así suele ser, porque si no, ¿para qué tenerlo ahí?

Hay libros que recomiendo a todo el mundo. Me entusiasman a tal grado que quiero compartirlos para que los demás los disfruten (o los sufran, en esa delgada línea que une –o divide– el dolor y el placer) igual que yo. Que descubran en sus páginas cada detalle que encontré, que pueda hablar de ellos, de quien los escribió, que los haga vivos y sean un vaivén de ideas. Que otras personas, tras leerlos, me echen luz a momentos que no vi, que interpreté de otro modo o incluso ignoré. Y entonces ese libro toma una especie de consciencia colectiva, en dos o más mentes, en cuatro o más manos, en dos o más bocas.

Hay libros que voy leyendo de a poco. Que comienzo y luego dejo reposar, pero sé que volveré a ellos irremediablemente. Recuerdo algún detalle, alguna frase, algún cosquilleo que me alebresta las ideas o el cuerpo, y sonrío o se me acelera el pulso. Sé que no son libros de leer rápido, en unos cuantos días, sino que son de otro tipo, uno que me pide cadencia, ritmo, descanso, aire. Como si las palabras se cocinaran a fuego lento para extraer todo su sabor, su olor, su tacto. Con el transcurso del tiempo sé que se convertirán en uno de mis libros favoritos. Que marcarán mi lista definitiva. Que serán uno de esos libros que mencionaré cuando alguien me pida alguna sugerencia. Me habrán tocado de modos indecibles, aunque a veces no tenga claro el porqué.

Hay libros a los que vuelvo después de haberme alejado sin una razón precisa. Regreso casi a escondidas, con la cautela de quien teme descubrir que ya nada es igual. Pero basta una línea, una palabra, para que algo en el pecho haga clic y el mundo vuelva a abrirse justo donde lo había dejado. Es un reconocimiento silencioso: el libro no reclama, no exige explicaciones, aunque hayan pasado meses o años.

Yo no leo para acumular páginas, sino para acompañarme en esta vida que a ratos pesa y a ratos deslumbra. Los libros son ese lugar donde puedo partir y regresar, donde cada relectura me ofrece una versión nueva de mí misma y también de ellos.

Pero a estas alturas no hablo de libros.

Hablo de personas.

X: @perlavelasco

jl/I

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