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Debida diligencia

¿Ha notado usted que cuando ocurre una muerte que tiene una alta repercusión en los medios de comunicación, y en las redes sociales, el fiscal encargado de atender el caso aparece ante los medios explicando qué fue lo que ocurrió, dando prácticamente por resuelto el asunto, en un tiempo muy corto después de que se conoció el hecho?

¿Y no le llama la atención que usualmente se ofrecen explicaciones que dan por resultado que la persona muerta es la responsable de su propia muerte, porque se suicidó, porque se tropezó, porque se intoxicó con alcohol o alguna otra sustancia, o algo por el estilo, revictimizando a esa persona?

¿No le genera dudas el hecho de que, aunque hay otros casos que llevan años esperando que se revisen las evidencias recabadas, en los casos a los que me refiero parecería que se pueden procesar científicamente todas las evidencias en cuestión de minutos u horas?

Y finalmente, ¿no le parece curioso que eso ocurre en casos en los que se atenta contra un sector de la población que es particularmente vulnerable a la violencia que padecemos, y que en los hechos no se vuelve a saber qué averiguó la autoridad encargada de la investigación?

Lo peor del caso es que esas supuestas explicaciones las difunde el fiscal sin haber informado a la familia de la víctima, con lo que les causa un dolor aún mayor, porque se enteran a través de los medios de comunicación, sin tener posibilidad de asimilar la información, en el supuesto de que sea verdadera, con lo que la autoridad agudiza el trauma y viola el derecho humano de sus familiares a estar informados y a que se respete su intimidad. Eso sin contar con que es muy probable que no se haya proveído la ayuda psicológica adecuada a la familia.

El hecho es que en casos como el asesinato de le magistrade Ociel y Dorian, su pareja, en Aguascalientes; la desaparición de cinco jóvenes en los Altos de Jalisco, o la de Debanhi, en Monterrey, o en el caso de la muerte por quemaduras de Luz Raquel, en Jalisco, solo por mencionar algunos, ese ha sido el modo de proceder de los respectivos fiscales.

El problema es que, en esos casos, y otros similares, es claro que las autoridades encargadas de procurar la justicia y reparar el daño desoyen las indicaciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el sentido de que debe evitarse cualquier influencia de patrones socioculturales discriminatorios que conlleven a la descalificación de las víctimas y contribuyan a la percepción de éstos como delitos no prioritarios. Al respecto, la Corte ha establecido la responsabilidad del Estado por la falta de la debida diligencia en las investigaciones, debido a que los funcionarios llegaron a culpar a las propias víctimas de su suerte, fuera por su forma de vestir, por el lugar en que trabajaban, por su conducta, por andar solas o por falta de cuidado de los padres.

En el fondo, esa mala práctica parece tener la función de simular que la autoridad está haciendo su trabajo, al menos durante el tiempo necesario para que el público olvide el hecho, o se distraiga con algún otro. Y con eso se atenta gravemente contra la dignidad de las víctimas y de sus seres queridos, puesto que se les niega el acceso a la justicia y el derecho a saber la verdad, además de que se omite la reparación del daño.

Un daño adicional que se genera, pero este dirigido a la sociedad en su conjunto, es que cuando se trata de crímenes de odio, como parecerían ser algunos casos, se manda el mensaje de que esos crímenes pueden quedar impunes, porque la autoridad no hará lo necesario para investigar a fondo y castigar a quien corresponda.

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