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Los López amparándose
Porque nos la quitaron
Esta semana dos reportajes llamaron mi atención. El primero es de la revista Forbes, en el que da cuenta de las tendencias mundiales de la pobreza; el reportero señala que entre 1981 y 2015 el porcentaje de personas que viven en pobreza bajó de 42 a casi 10, es decir, casi mil millones de personas salieron de la pobreza; sin embargo, el mismo artículo señala que hay más al respecto que este mero dato. El problema es que los estudios que hacen seguimiento de la pobreza lo hacen sobre las personas que salen de ella, no las que regresan o caen por vez primera. Por ejemplo, Nigeria, que es el país más destacado en el estudio, logró una reducción de 25 por ciento: 30 millones de personas salieron de la pobreza; aunque, al mismo tiempo, otros 19 millones empezaron a vivir por debajo de la línea de pobreza. Es decir, estos estudios lo que miden es la pobreza crónica.
Y aquí es donde cobra relevancia el segundo reportaje, en este caso de la revista Proceso, que indica que el caso mexicano va en sentido contrario a las tendencias mundiales: en nuestro país la cuna es destino. Según el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, de cada 100 mexicanos que nacen en la pobreza, 74 morirán en ella; en nuestro país la movilidad social está estancada. Además, hay otros factores que complican todavía más a las personas romper los ciclos de pobreza: el género (las mujeres son más susceptibles), el color de piel y el grupo étnico.
Por estas razones se vuelve fundamental crear las condiciones socioeconómicas que permitan nivelar el campo de juego. Una de las grandes falacias de la meritocracia es justamente ignorar que las personas no competimos bajo las mismas circunstancias (y a veces, ni siquiera bajo las mismas reglas). El Instituto Interamericano de Discapacidad y Desarrollo Inclusivo (IIDDI) publicó una dinámica para que las personas visibilicen cómo ciertas circunstancias de la vida afectan nuestras probabilidades de salir adelante; esta dinámica tiene la forma de una carrera, pero antes de salir, se pide a los participantes que avancen o retrocedan dependiendo de una serie de factores, por ejemplo:
Si tienes casa propia, avanza dos pasos; si no, retrocede dos pasos.
Si tienes seguro de salud, avanza tres pasos; si no, retrocede tres pasos.
Antes de iniciar la carrera, resulta claro quiénes tienen todas las probabilidades de llegar primero a la meta; quizá una metáfora más clara mostraría que muchos de los competidores jamás llegarán a la meta, sin importar lo mucho que se esfuercen, o porque simplemente dejan de intentarlo. Lo anterior tiene que ver con un proceso psicológico conocido como “desesperanza aprendida”; básicamente este fenómeno se presenta cuando una persona fracasa de forma continua, de manera que con el tiempo piensa que no puede enfrentar esta situación y deja de tener sentido seguir intentando. Es curioso, pero uno de los mejores programas de gobierno que he visto fue el de Solidaridad, porque rompía este círculo vicioso de la desesperanza aprendida. Lanzado en el gobierno de Carlos Salinas, este programa buscaba involucrar a las comunidades en su propio desarrollo: el gobierno ponía los materiales y ellos la mano de obra. Justamente al hacer partícipe a la comunidad a la hora de elegir las obras a realizar y que ellos trabajaran en ellas, se rompía la idea de que el progreso era inalcanzable.
Al final el programa Solidaridad se desvirtuó, pero sigue sirviendo de modelo para ver cómo es posible ir cambiando las circunstancias sociales que mantienen en la pobreza a una gran cantidad de personas en nuestro país.
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