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El Halconazo y los estudiantes

Las oficinas de la Sociedad de Alumnos de la Wilfrido, como le decíamos, era un cuarto del tamaño de un salón. Se localizaba en la planta baja del edificio. Nunca había entrado, hasta que fui con un compañero de mi grupo. Era un espacio austero, con unos escritorios y sillas, algunos banderines y escudos. En uno de los cuartos estaban dos estantes grises, enormes. Cuando los abrió me presumió su contenido: bates, palos, manoplas y una treintena de bombas molotov.

Era 1973. La sociedad representaba a los alumnos del Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos Wilfrido Massieu, del Instituto Politécnico Nacional (IPN), ubicado en pleno Casco de Santo Tomás. La zona concentraba escuelas vocacionales y superiores del Poli, además del Canal 11 de Televisión. Las generaciones de jóvenes de esos años tenían fresca en la memoria su participación activa en el movimiento estudiantil de 1968. Pero más fresca aún conservaban la matanza del 10 de junio de 1971, ocurrida cerca de los planteles del Casco de Santo Tomás. El pequeño arsenal de la sociedad de alumnos de la Wilfrido estaba a la mano para defender la escuela en caso de que desearan ingresar intrusos, alguna pandilla u otro grupo estudiantil adverso… o para resistir, decían, en caso de que de nueva cuenta la tomaran el Ejército y policías antimotines, como ocurrió en 1968 tras una batalla.

Sobre el pasillo del edificio, a un costado de la oficina de la sociedad de alumnos, estaba un periódico mural. Antes del 10 de junio la agrupación colocaba fotografías de la marcha de 1971, recortes de periódicos y revistas con imágenes de estudiantes heridos, muertos o huyendo, y del grupo paramilitar Halcones que agredió a golpes y tiros a los manifestantes. Me contó cómo participaron estudiantes de la Wilfrido y en general del Casco de Santo Tomás, de la Escuela Nacional de Maestros (a pocas cuadras de distancia) y de otros planteles del Poli y la UNAM, describió el horror y destacó cómo cada año se organizaba una marcha para exigir justicia y no dejar en el olvido la masacre de lo que se llamó el Halconazo.

En la avenida México-Tacuba y calles aledañas, la marcha que había salido del Casco para apoyar a estudiantes de Monterrey fue acribillada ante la mirada cómplice de policías. Era jueves de Corpus Christi. Alrededor de la estación del Metro Normal ocurrió la carnicería. Los manifestantes corrieron a las calles aledañas para salvar sus vidas. A heridos se les trasladó al Hospital Rubén Leñero, hasta donde fueron perseguidos y rematados. Se habló de cerca de 120 muertos y cientos de heridos, entre estudiantes y periodistas.

Los Halcones conformaban un grupo de choque entrenado por militares, preparado para contener movimientos sociales de protesta. Cobraban en la nómina del entonces gobierno capitalino. El regente Alfonso Martínez Domínguez, conocido como Don Halconazo, por ser el protector de Los Halcones, renunció a su cargo. Años después el presidente Luis Echeverría Álvarez y el secretario de Gobernación, Mario Moya, fueron exonerados por el aparato judicial. La matanza sigue impune.

Los estudiantes críticos siempre han sido vistos como potenciales enemigos de cualquier régimen autoritario. En México la matanza del 10 de junio de 1971 fue uno más de los episodios en que a los jóvenes que buscan un mejor país se les busca callar. Se les teme. Pasan las décadas y continúan los ataques a alumnos de instituciones educativas. Un caso reciente, grave: la desaparición en septiembre de 2014 de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, otra de las infamias en que autoridades buscan encubrir a los verdaderos culpables. Sin contar a los estudiantes que son víctimas de grupos delictivos, en otra modalidad de criminales que imponen su salvajismo, como sucedió en marzo a los tres alumnos de cine que dicen las autoridades fueron disueltos en ácido.

Este domingo fue 10 de junio. Se cumplieron 47 años de la masacre. No leí que algún candidato recordara la fecha. La impunidad del pasado contribuye a la impunidad en el presente.

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JJ/I