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Cuando las calles son cementerio sin cruces

Las detonaciones rompieron los sonidos monótonos del día. Sonaron una docena de balazos en escasos segundos. Una camioneta gris plateado quedó con las puertas abiertas, estacionada sobre la avenida. La gente salió de las casas, se acercó. Dentro, el copiloto estaba tendido, desfallecido, muerto. Una mueca de dolor mostraba su rostro descompuesto. A la altura de su pecho brotaba sangre. El cristal delantero quedó destrozado, con pedazos colgando de la carrocería, regados en el asfalto o desparramados en el tablero. Se apreciaban impactos de bala fuera y en el interior del vehículo. Los vecinos habían llamado ya a la Policía.

Testigos relataron que llegaron dos desconocidos en otro vehículo, uno descendió y con un arma larga apuntó hacia la camioneta y la roció de balas. Su blanco era el joven de entre 25 y 30 años de edad. Sus compañeros bajaron y corrieron. Los asesinos los dejaron huir. Sólo les interesó uno de los ocupantes. Iban tras él. Los acompañantes de la víctima regresaron y bajaron una maleta de la camioneta y se alejaron a toda velocidad, cuentan vecinos.

La Policía Municipal cercó con cinta amarilla la zona del crimen. Llegaron agentes de la Fiscalía General y peritos forenses. Tomaron fotografías, entrevistaron gente, especularon qué sucedió. Estuvieron un rato. En minutos también llegó en una camioneta la esposa del difunto. Lloraba, gritaba, preguntaba ¿¡por qué me lo mataron!? Pretendió traspasar el área acordonada para ver el cuerpo, no se lo permitieron. Desconsolada, se quedó en el camellón, mientras sus amigas la abrazaban. Tras un rato los forenses recogieron el cadáver y se lo llevaron.

Los policías se retiraron al cabo de unas cinco horas. Más tarde el vehículo fue removido por una grúa. Al anochecer aparecieron empleados de la Comisión Federal de Electricidad para revisar si necesitaba reparación el poste en que chocó la camioneta donde viajaba la víctima. Una vecina barrió los cristales esparcidos. Bastó mediodía para que la calle no presentara ninguna huella de violencia. Cualquiera que caminó o circuló después por el lugar jamás se imaginó que en ese mismo espacio una persona murió a tiros. No quedó huella. Si acaso un pequeño golpe en el poste. Nada más.

Medio año antes, a 30 metros de ahí, una mujer fue asesinada con arma de fuego mientras cenaba en una fonda con su familia. Una tienda de autoservicio, ubicada a menos de 20 metros, es asaltada dos o tres veces por año, si no es que más. Los ladrones llegan, amagan, hurtan el dinero y lo que pueden, y en tres minutos huyen. Las policías suelen arribar tarde, cuando ya todo ocurrió. Llegan a tomar nota, indagar, no a prevenir para que no suceda otra vez. En la avenida, caminar de día o de noche es un riesgo, sobre todo si se es mujer. Conjeturan los vecinos que se trata de asaltantes que provienen de colonias de la periferia de Guadalajara o de otros municipios.

Si en cada lugar en que se comete un asesinato se colocara una cruz o un memorial, Guadalajara parecería un enorme cementerio. De hecho lo es, sólo que las huellas de los crímenes se limpian en pocas horas en las calles, plazas, fincas, terrenos baldíos o negocios. Con prisa para no dejar rastros. Como si se buscara regresar a una normalidad en la que aquí no pasa nada, a una falsa normalidad. Sin huellas no existe evidencia de que ahí se quitó con violencia la vida a una o más personas. El olvido es frío.

Se levantan los cuerpos sin vida, los casquillos, los trozos de cristales, los vehículos y se limpia la sangre derramada. Desaparecen del lugar los llantos, disminuye algo el miedo y empieza a desvanecerse en la memoria el retumbar de los impactos de bala. El crimen se convierte sólo en un mal recuerdo para testigos y vecinos. No para la familia. Cada quien se hace cargo de sus muertos. Los velan, los lloran, les rezan y a veces pueden despedirse. La vida cotidiana continúa al otro día. Ya habrá otros muertos.

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JJ/I