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Partidos sin identidad

El análisis de las luchas por el poder político tiene su lado fascinante. Son interesantes en cuanto a las estrategias que cada persona, grupo, institución o nación pone en marcha para conquistarlo, mantenerlo o ampliarlo. En cierto sentido son un duelo de inteligencias. O debieran serlo, para matizar tal afirmación. Se supone que los líderes y sus operadores combinan la fuerza, la astucia y en ocasiones el heroísmo. Una visión romántica imaginaría que debieran ser duelos caballerosos, con reglas por cumplir de mutuo acuerdo para argumentar y ofrecer las mejores propuestas que convenzan a la población. Eso casi no sucede.

Lo real es que si revisamos la historia del ser humano, la encontramos marcada por las contiendas entre distintas facciones. Se trata de abundantes conflictos en los que sobresale lo religioso, económico, territorial, militar, comercial, ideológico u otros intereses. El que nunca falta, el que siempre está inmerso, es el ingrediente político.

Las luchas por el poder político tienen su lado tétrico. En aras de conseguir los objetivos que se proponen, los grupos, instituciones o países pasan de la tensión a la pelea verbal y de ahí podrían pasar al extremo, la guerra. Del diálogo se puede en un tris llegar a la violencia. Es en la violencia cuando las peores patologías de la humanidad, sus sombras más negras, abren camino para que emerjan los demonios individuales o sociales.

Abundan las series televisivas o películas que narran luchas por el poder. Pienso en Peaky Blinders, House of Cards o Game of Thrones. Los contendientes recurren a las alianzas con sus cercanos o hasta con sus enemigos; prometen para no cumplir o cumplen por interés; engañan hasta diciendo la verdad; es una maraña de intrigas; rompen sus propias reglas o las modifican a su antojo; se imponen por la razón o la fuerza; traicionan hasta a su familia, no se diga a los amigos; el poder necesita del dinero, las influencias para que sucedan cosas, y lo saben. Disfrutan usar, aumentar, abusar y quitar poder. El poder es su adicción.

Pienso en lo anterior cuando reviso el panorama político nacional. Los que eran enemigos ideológicos, partidos enfrentados entre sí, acérrimos adversarios, ahora son aliados, van juntos en un frente, agitan la bandera contraria, se prometen lealtad. La izquierda besa a la derecha, la derecha besa a la izquierda. Los conservadores van de la mano de los liberales. Lo que importa es el poder político y, también, las canonjías que ofrece. La lógica es el pragmatismo puro. Es decir, hagamos hoy lo que no nos atrevimos ayer. Negociar para la clase política tradicional es yo doy y tú me das, de tal manera que en santa paz mantengamos nuestros espacios. El poder se comparte cuando no es posible eliminar al adversario.

Todo se vale, hasta perder la identidad política, con tal de intentar llegar a la Presidencia de la República, diputaciones, senadurías o alcaldías. No importa, con tal de alcanzar la meta que une ambiciones. Como cada quien por su lado recibiría tajaditas de poder, mejor se suben al mismo barco para repartirse un pastel posiblemente más grande. En el camino en búsqueda del objetivo, el discurso legitimador es que se hace por el bien del futuro del país, de las economías familiares, la salvación de la patria o lo que se quiera. Aunque a la llegada se dividan de nuevo y lo acordado se eche a la basura.

¿Cómo un ciudadano puede creerle a los dirigentes de los partidos políticos que un día le rezan a Dios y otro al Diablo? ¿Que un día amanecen azules y al otro amarillos? ¿Cómo confiar un voto a quienes usan los cuantiosos recursos públicos para ponerse una máscara que se torna del color que se requiera, según la ocasión, elección o interés? ¿Da lo mismo votar por el que sea? Democracia no es fingir lo que no se es. Hacerlo es engañar a los ciudadanos.

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JJ/I