Según mi registro, a principios de los años ochenta, en Juanacatlán se dio la primera lucha social de este tipo, protagonizada por el grupo ecologista El Roble, organizado en aquellos ayeres, con la intención de defender el bosque del cerro El Papantón y también para hacer las primeras críticas por la contaminación del Río Santiago.
Luego, en 1985, en Guadalajara sucedió la lucha contra la empresa Unión Carbide, que pretendía instalar en el sur de la ciudad un nitroducto. Después, en 1990, la población de Santa Cruz de las Flores, y otras más, en el municipio de Tlajomulco, detuvieron el proyecto del Siapa conocido como Pozos Domo Sur La Primavera, cuyo objetivo era despojarles de sus aguas para desperdiciarlas en Guadalajara.
Eran las primeras muestras de la crisis ambiental, del ecocidio que, desde fines del siglo 19, el desarrollo y el progreso, iniciaron en Juanacatlán, cuando se instalaron la primera fábrica textil y la planta hidroeléctrica. El municipio de El Salto aún no existía.
Y de entonces, la destrucción y la guerra desplegada por este sistema contra los bienes comunes naturales y, por tanto, contra todas las especies, se ha venido profundizando.
En medio de grandes contradicciones, pasando por diferentes etapas, la industrialización y la urbanización fueron instaladas como procesos incesantes de despojo y destrucción, aunque siempre han afirmado que son para mejorar el bienestar y las condiciones de vida, pero, como sabemos, la realidad está alejada de eso.
Los procesos actuales de acumulación no han tenido piedad contra ningún bosque, cuerpo de agua o suelos. Nada natural se respeta. Todo se mercantiliza. Mucho ha sido destruido y será imposible recuperarlo. Sin embargo, todo sería peor sin las resistencias socioambientales que desde entonces defienden los territorios y las especies sometidas al exterminio.
Antes que resolver, todo se ha complicado. Ahora tenemos, además del despojo de los territorios, el de las palabras, los conceptos y las prácticas sociales de abajo. Ahora, los gobiernos hablan de resistencias, agroecología, alimentos orgánicos, huertos urbanos, etc., cuando en realidad lo que hacen y permiten es la industria de los alimentos ultra procesados y la promoción de monocultivos de agave, aguacates, berries, nopales, varios de ellos regados con agua del Río Santiago y que consumimos en la ciudad.
Contra todo ello, desde hace décadas han luchado diferentes colectivos de los pueblos de la barranca y de la cuenca del Río Santiago donde está incluida la Zona Metropolitana de Guadalajara.
Mientras el capital y los gobiernos destruyen, los colectivos siembran, forestan, cuidan las semillas, la vida y resisten a las políticas contrainsurgentes. Y así, poco a poco, con grandes esfuerzos han ido emergiendo diversos colectivos acicateados por los basureros, la gentrificación, las inundaciones, los monocultivos, la devastación de las plantas terapéuticas, la contaminación de los alimentos, el aire, el ruido, la pérdida del sosiego, los incendios, y la perdida de patrimonio arqueológico.
El Área Metropolitana de Guadalajara insalubre produce enfermedades renales, cancerígenas, degenerativas y respiratorias. Los hospitales están saturados, carecen de medicamentos y, como si fuera poco, ahora también tienen que luchar contra el proyecto de plantas termoeléctricas.
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