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Pequeños adioses

A veces comienza en un consultorio blanco, demasiado blanco, con una frase que parece inocua, pero que termina por fracturarlo todo: tienes que aprender a vivir así. Y entonces una se queda ahí, mirando las hojas de una planta de plástico que finge vida, intentando imaginar cómo se acomoda el mundo. Es una despedida rara, silenciosa, de esas que nadie sabría nombrar en voz alta. No se trata de perder la vida, sino de perder la forma en la que la habitábamos.

Una se mueve como quien usa un abrigo prestado. Todo aprieta, todo incomoda. A veces el dolor es físico, otras es apenas una sombra que atraviesa la sala mientras lavamos un plato o intentamos tender la cama. Es el duelo por la salud, por el ritmo que teníamos y que ya no regresa. Por esa versión de nosotras que podía prometerse un mañana sin medir el cansancio. La muerte simbólica de una rutina.

Y luego entendemos que en realidad siempre hemos hecho eso, despedirnos.

De los trabajos que dejamos atrás, como el día cuando entregamos la credencial y una parte de nosotras se queda en el cajón de algún escritorio: la que llegaba tarde pero siempre sonreía, la que sabía dónde vendían café decente cerca, la que pensó que ese empleo sería un escalón y no un techo. Hay un hueco extraño cuando nos llevamos lo último que teníamos en esa oficina; un duelo chiquito por la versión que pudo ser, pero no.

Con las parejas es distinto. O quizá es igual, pero más húmedo. Nos vamos quedando solas sin que nadie nos diga exactamente cuándo empezó la grieta. Y un día amanecemos con la certeza de que aquello ya no respira, aunque siga hablando. El duelo amoroso suele ocurrir mientras todavía se comparte la mesa, mientras todavía se pasa el azúcar o se pregunta qué tal estuvo el día. La despedida se vuelve un murmullo, algo que no alcanza para hacer ruido, pero suficiente para doler.

Las amistades… esas duelen como si alguien arrastrara un mueble pesado dentro del pecho. Como plantas que se secan, aunque tengan sol y una insiste, riega, acomoda la maceta, pero nada revive. No hay ritual para eso: no existe un pésame para la amiga que dejó de escribir, para la complicidad que se enfrió sin pelearse.

Y finalmente están esos duelos que casi no confesamos: los que hacemos por la persona en la que no nos convertimos. Esa mujer que imaginamos a los veinte, brillante, valiente, hermosa, incansable. La que ya tendría todo resuelto, la que no temería nada. A veces la vemos en el reflejo del carro o en la vitrina de un aparador y nos parece que va un paso adelante, como invitándonos a alcanzarla. Pero ya sabemos, aunque duela admitirlo, que no vamos a hacerlo.

Sin embargo, entre tanta pérdida diminuta hay una verdad suave: cada duelo deja un espacio. Y en ese espacio cabe algo nuevo, incluso si todavía no sabemos nombrarlo. Tal vez aprender a vivir es eso: dejar que las despedidas nos vayan afinando, despojando, volviendo más conscientes. Mirarnos con ternura, aun cuando ya no somos quienes fuimos ni seremos quienes soñamos ser.

A veces, después de tanto, llega un gesto luminoso e inesperado: el ronroneo tibio de un gato, una llamada que no esperábamos, el sabor de pan recién horneado, la tarde que huele a lluvia. Y en ese pequeño destello descubrimos que la vida, incluso cuando cambia de forma, sigue encontrando la manera de continuar.

De sostenernos.

X: @perlavelasco

jl/I

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