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Y que les hagan caso
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Nací a principios de los ochenta. En la escuela, los libros de texto traían dibujos de hombres en bata frente a pizarras llenas de fórmulas; las imágenes de mujeres aparecían casi siempre como enfermeras, maestras o como nombres de algún hecho histórico.
No recuerdo que nadie me mostrara, con calma y constancia, a una mujer que hiciera ciencia como oficio, como vocación, como rebeldía.
Este 1 de octubre murió Jane Goodall. La noticia es más que el cierre de una biografía poderosa; es una bisagra entre generaciones. Goodall, que dedicó décadas a observar a los chimpancés y a cuestionar los límites que la ciencia había decidido imponer entre humanos y otros animales, deja una marca en la historia de la investigación natural y en la forma en que muchas niñas aprendieron que la ciencia también puede nacer de la ternura y la empatía.
Contar la muerte de una científica así es para mí, que vengo de una infancia sin referentes, reconocer la fortuna de haber tenido una figura que habló para niñas, para activistas, para docentes. En mi generación la representación científica era escasa, y no siempre porque no existieran mujeres que investigaran. Más bien faltaban los canales que las hicieran visibles, la prensa que las invitara a las tertulias, las editoriales que contaran sus vidas con la misma cercanía y pasión con que contaban las vidas de los hombres.
Hoy, las niñas tienen otra escena: científicas en redes, en documentales, en series, en espacios de divulgación accesible. Hay programas educativos que buscan explícitamente mostrar modelos femeninos, becas que apuntan a corregir desbalances, y un debate público vivo sobre la diversidad en la academia y la industria tecnológica.
La era de la información amplifica voces; las convierte en posibilidades. Eso no soluciona la desigualdad estructural –brechas salariales, precariedad laboral, violencia institucional–, pero sí reduce la distancia entre la curiosidad y la comprobación: se puede encontrar, con un clic, la trayectoria de una mujer que despejó el camino. Esa visibilidad funciona como primer acercamiento para el deseo vocacional.
La verdadera transformación exige un tejido: políticas públicas que sostengan investigación, escuelas que enseñen con ejemplos diversos, medios que no reduzcan a la mujer científica a su condición de mujer, sino que la presenten como profesional completo; instituciones que promuevan la continuidad de carrera y la conciliación con el resto de su vida. Las niñas necesitan más que inspiración: necesitan condiciones para que esa inspiración pueda traducirse en un camino.
La muerte de Goodall nos recuerda también la forma en que las vidas científicas se construyen entre la perseverancia personal y los ecos comunitarios. Ella fue, por momentos, una excepción que fue haciéndose regla gracias a la labor colectiva: estudiantes, periodistas, comunidades locales, instituciones internacionales.
Quiero creer, sin ingenuidad, que mi propia curiosidad hubiese sido otra si hubiera tenido más mujeres científicas en los libros. Pero también creo que puedo escribir ahora, para las niñas de hoy, con la certeza de que esa ventana está abierta.
Lo que sigue es trabajo: corregir los currículos, nombrar con justicia, celebrar sin cosificar y sostener. Y, mientras tanto, mirar a los ojos a una niña que pregunta y responderle con un gesto sencillo:
Sí, sí puedes.
@perlavelasco