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A erradicarlo
Y el sarampión avanza
Estoy por cumplir 44 años y me siento como quien abre un cajón olvidado en la casa de sus propios recuerdos. Algunos objetos brillan aún con luz tenue, otros están guardados al fondo por miedo a lo que revelan y algunos más han desaparecido, como si nunca hubieran existido.
La mediana edad llega silenciosa y con ella la conciencia del tiempo, algo de claridad sobre lo que importa y, al mismo tiempo, la sensación de que queda camino por recorrer y opciones por tomar.
Me miro y veo los signos de todo: risas que dolieron, llantos que enseñaron, decisiones que celebré y otras que lamenté en la soledad de la noche.
Ser esta mujer que soy es un acto de coraje cotidiano: convivir con la belleza de lo ordinario y con la violencia de lo invisible; sostener la ternura mientras intento mantenerme firme ante la injusticia; aprender a decir “no” sin culpa y a veces, aun con la culpa clavada en el pecho, decir “sí” porque se necesita. Aprendo cada día que mi valor no depende de lo que otros ven, sino de cómo me trato cuando nadie más observa.
Ahora sé que mi manera de mostrar cariño no está en grandes gestos ni declaraciones espectaculares. Está en actos que quizás no se ven de inmediato: una comida preparada con cuidado, un mensaje que pregunta cómo estás, palabras de acompañamiento que buscan sostener sin invadir.
Está en traer un café justo cuando sé que alguien está agotado, en escuchar, en mirar a los ojos de quien pide compañía, aunque nadie más note ese gesto. Esa es mi forma de amar: constante, silenciosa, a veces intangible. No es un ritual vacío, es mi manera de decir sin palabras que estoy aquí, que tu mundo también me importa.
El tiempo me ha enseñado que la vida no es la suma de lo que acumulamos, sino de cómo nos abrazamos a nosotras mismas mientras intentamos entendernos. No me interesa la perfección; me interesa la autenticidad, esa que se filtra en detalles pequeños: un silencio compartido, la risa que se escapa sin aviso ni pena, los chistes malos y rebuscados, las palabras sonoras de significados casi en desuso, un audio en WhatsApp, las películas, las series y la música que descubrimos y queremos que otros conozcan.
Mi rostro, mi cuerpo, mis arrugas, mis canas no me hacen extraordinaria ni hermosa, pero me dan esa misma autenticidad que busco. He elegido cultivar lo que trasciende: mi criterio, mi sensibilidad, mi capacidad de acompañar, mis letras.
No quiero que cumplir 44 sea un límite.
Quiero que sea un horizonte.
Quiero, ahora, frente a mi espejo, mirar sin nostalgia venenosa y sin miedo paralizante.
Quiero aceptar que algunas cosas se pierden y otras se transforman, que los afectos se mueven y que, a veces, la soledad se vuelve compañera necesaria. Pero también quiero reconocer que la fuerza, esa que siento que se me escapa de vez en cuando, está justo donde siempre estuvo: dentro, escondida entre los gestos cotidianos y las decisiones mínimas que cada día me mantienen de pie.
Hoy celebro la vulnerabilidad que he mostrado, la valentía de sostener mis decisiones y la claridad que me da saber que, pese a todo, sigo aquí.
Celebro mi manera de amar y cuidar, que pretende ser profunda y constante.
Celebro los 44 con todo lo que soy, con la esperanza de que lo que venga no necesita ser perfecto, pero sí genuino, y de que cada acto pequeño de atención y cariño hacia mí y hacia los otros siga tejiendo mi historia, mi voz y mi mundo.
Celebro con la cabeza llena de preguntas.
Pero sin artificios.
X: @perlavelasco
jl/I