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Vulnerables

Natalia, Jasiel, Keila, Meredith, Madelin y Karla. Cuatro crímenes atroces nos obligaron a ver la violencia que enfrentan los menores de edad en este país.

Esta semana fue distinta, no porque la violencia haya aumentado, sino porque fue imposible ignorarla, fue imposible no oír sus nombres.

Natalia, de 14 años, desapareció en el Estado de México. Su cuerpo fue hallado días después, con signos evidentes de feminicidio. El caso fue visible porque su familia no dejó de buscarla y porque cientos de personas tomaron la carretera Toluca-Naucalpan para exigir que regresara. La encontraron sin vida, pero la respuesta social logró que cuatro presuntos responsables estén detenidos.

En Chihuahua, Jasiel, de apenas 8 años, salió a jugar y no volvió. Fue encontrado al día siguiente dentro de una bolsa, asesinado con saña. Su padrastro está detenido. La pregunta que flota es terrible: ¿quién cuida a los niños cuando el peligro está dentro de casa?

En Baja California, Keila Nicole, de 13 años, fue asesinada por un adolescente de 16 que declaró haberse inspirado en una serie de televisión. El horror fue tal que incluso las autoridades reconocieron la brutalidad del crimen, aunque el repudio vino, otra vez, desde las calles, desde las colectivas que no se cansan de gritar lo que muchas instituciones prefieren callar.

Y en Hermosillo, una madre (Margarita) y sus tres hijas (Meredith y Madelin, gemelas de 11 años, y Karla, de 9) fueron asesinadas, presuntamente por la pareja de la señora. El hogar como escenario de la violencia letal y la impunidad que permite que estas historias se repitan.

Según datos de la Red por los Derechos de la Infancia (Redim), entre enero y mayo de este año se registraron 958 muertes de niñas, niños y adolescentes de cero a 17 años, de los cuales 332 han sido homicidios con violencia: 46 víctimas eran niñas y 286 niños. Las cifras deberían estremecernos, pero se pierden entre comunicados, estadísticas y discursos que repiten lo mismo desde hace años.

Los rostros, los nombres, las historias de estas infancias rotas circularon por redes sociales, noticieros, manifestaciones y altares improvisados. Y eso no fue mérito del Estado: fue resultado de la insistencia de madres, padres, activistas, maestras, vecinas, defensoras de derechos humanos, periodistas.

No son cifras. Son personas. Niñas que sueñan con terminar la escuela y salir de vacaciones. Niños que quieren aprender a andar en bicicleta sin rueditas. Adolescentes que todavía no sabían cómo se llamaba lo que sentían. Vidas que deberían estar en los patios, no en parajes desiertos; en el aula, no en las morgues.

Vimos sus historias gracias a quienes creen que los niños y las niñas no deben morir así, y menos en silencio. No basta con indignarse. Hace falta poner sus vidas en el centro de la agenda pública. Hace falta un sistema de protección real, que funcione. Hace falta escuchar a quienes ya están cuidando: las comunidades, las colectivas, las madres buscadoras. Y hace falta, sobre todo, voluntad política para dejar de normalizar lo que nos está deshumanizando.

Deberían estar seguros. Deberían estar vivas. Y no hay justicia que alcance cuando los dejamos morir así. Cuando nos repetimos una vez tras otra.

En tragedias.

X: @perlavelasco

jl/I