INICIO > OPINION
A-  | A  | A+

Una lista

Número 45: un abrazo

 

Nunca he pensado en suicidarme. Pero sí he pensado en morirme. Sí he pensado en lo liberador que debe ser un día simplemente ya no despertar y dejar de sentir todo ese dolor que carcome desde dentro.

El año 2017 fue brutal para mí. A finales de 2016 murió esa bebé que esperaba con todas mis ganas. Esa niña, Nikté, que debía nacer a mediados de diciembre, un día, el último de noviembre, dejó de moverse dentro de mi útero; su corazón se detuvo. Y por mucho tiempo, yo quise que el mío se detuviera también.

Se trataba de callar el dolor. De dejar de sentir todo lo que tan intensamente sentía. De ya no despertar a medianoche con la sangre corriendo a todo galope por mis venas, soñando con muñecas sin orejas, con fetos dentro de esferas de cristal, con sangre brotando de la cicatriz que ya tengo para toda la vida después de la cesárea mediante la que sacaron a mi hija de mi cuerpo, sin soplo de vida; ella, con el cabello negro, tupido y ensortijado.

No quise matarme, pero sí quería morirme.

Y digo que todo me cayó en 2017 porque fue cuando todo debió volver a la normalidad. Volver al trabajo, volver a escribir, volver a la vida cotidiana, volver a las actividades de todos los días.

Cuando me quedaba sola en casa no quería ni levantarme. Abría los ojos porque se me inundaban de la luz del mediodía, no porque tuviera la voluntad de pararme y comenzar. Mis gatos se acercaban (una de ellos en particular, Sombra), se hacían ovillo a mi lado, me amasaban, maullaban, se restregaban y hacían que me levantara a darles de comer, a acicalarlos, a jugar un rato con ellos.

Ese año, 2017, cuando escribía para hacer catarsis, me daba cuenta de que mencionaba personas, situaciones, momentos, cosas que veía con otros ojos, que las valoraba de otra forma. Ese año volé un papalote en Jocotepec, también aprendí a hacer pan y pinté en la cochera con gises con mis sobrinos; me hice un tatuaje y me corté muy chiquito el cabello.

El sábado pasado fui al teatro. Hace años que no lo hacía. Fui a ver Todas las cosas brillantes, que cuenta cómo un niño hace una lista de todas aquellas cosas por las que vale la pena vivir después de que su mamá intentara suicidarse. La interacción y participación del público hace un momento bellísimo y la música es increíblemente hermosa.

Y a mí me desarmó por completo. Me dejó llena de una esperanza nostálgica. No habían pasado ni diez minutos y yo ya estaba hecha lágrimas. No es hipérbole. Me puse a pensar en mi propia lista informal de aquel 2017, en mis más de cien mentiras que valen la pena; en los abrazos, las conversaciones, los cafés, el mezcal, los días nublados, mi familia, los amigos, los besos, el olor a lluvia, el helado, las fotografías, el cine, las carcajadas, la música, las anécdotas contadas ad infinitum, las estrellas fugaces, los ojos de quienes amamos…

Al terminar la obra (que, por cierto, está aún dos fines de semana más, sábado y domingo, en el Teatro María Teresa) nos invitan a dejar en un muro un post-it con aquello que podríamos en una lista de cosas brillantes. Hay algunas preciosas, otras sencillas, muchas profundas… Todas fueron escritas por personas que vimos la misma puesta en escena, pero para todas, ese acto simple que a veces nos salva de nosotras mismas es diferente.

Tomé uno de los cuadritos de colores, el marcador y le pegué la cinta para dejarlo en la pared.

¿Mi cosa brillante?

El ronroneo de un gato.

X: @perlavelasco

jl/I