Estarías por cumplir nueve años. Nueve. Me cuesta incluso imaginar cómo serías una niña de nueve cuando la única versión que tengo de ti cabe entera en una ecografía, en una historia suspendida en el aire. No sé si tu risa sería estruendosa o tímida, si te habría gustado llevar el cabello suelto o en peinados elaborados, o si tus manos serían de esas que siempre buscan otra mano para no perderse. No sé nada, y sin embargo te escribo esto como si pudiera contarte la vida.
Te leería cuentos que quizá ya te sabrías de memoria, fingiendo sorpresa para escucharte reír, mientras tú me interrumpirías con alguna pregunta que dejaría a media luz todo el universo, en una casa llena de libros con marcas de colores y experimentos fallidos en frascos de vidrio. Y tú, en medio, desordenándolo todo con la naturalidad de quien sabe que el mundo le pertenece.
A veces imagino cosas tan simples que me duelen por su belleza: tu mochila en la entrada, tus dibujos en el refri, tus zapatos enlodados después de la lluvia. Lo cotidiano pesa. Pesa no sólo la tragedia en sí, sino la vida que no alcanzó a empezar.
Me pregunto qué te emocionaría hoy: si preferirías jugar con muñecas o con dinosaurios, si serías fan del pan de muerto o del helado de limón, si querrías aprender japonés por culpa de un anime o si insistirías en bailar a tu propio ritmo. Nunca lo sabré. Y esa frase es una piedra que no deja de caer.
También te pienso leyendo lo que escribo y que a nadie muestro. A veces te imagino en el cine, con los pies colgando de la butaca, viendo cómo se apagan las luces, cómo la pantalla se enciende como si contuviera todas las respuestas que el mundo adulto no tiene. A los 9 años la ficción puede salvar a una niña. Y a veces también a su mamá. A mí me salva siempre, aun a mis 44 años.
Pero no estás. Nunca respiraste. Y ahí empieza otra carta, la que también me escribo a mí misma. A la mamá que no fui. A la mujer que habría sido si tu peso, tu mirada, tu aliento hubieran cambiado mi centro de gravedad. Me pregunto quién sería yo hoy, qué cosas habría dejado de temer, qué palabras habría aprendido a usar, qué batallas habría peleado ferozmente. Pienso en la versión mía que habría recogido tu cabello para que no te cayera en los ojos, que habría ido a festivales escolares, que se habría desvelado armando maquetas o reaprendiendo las fracciones.
Esa vida posible me acompaña como una sombra amable. No me persigue: me recuerda que había un futuro que no se dio. Soy la mamá de una niña que no está, pero que existe en el misterio de lo que pudo ser.
A veces me pregunto si tú también, desde donde sea que habitan estas historias incompletas, imaginas la mamá que habrías tenido. Si te habría gustado mi manera de hablarte. Si me habrías perdonado mis torpezas y mis días complicados.
Tras nueve años no quiero escribirte desde la herida, aunque la herida siempre esté. Quiero hablarte desde la ternura que sigue aquí, intacta, como si esperara lo que no llegará, pero que igual se queda a vivir conmigo. Quiero decirte que, aunque no estés, me enseñaste a ver la vida con una delicadeza que antes no conocía. Que tu ausencia me hizo atenta a los pequeños milagros, como una luz tibia que entra por la ventana en las mañanas frías.
Si estuvieras aquí te abrazaría fuerte. Pero como no estás, abrazo la idea de ti, que es lo único que tengo y, a veces, lo único que necesito.
Feliz no cumpleaños, amor mío.
Dondequiera que estés.
O dondequiera que no estés.
jl/I









