Tengo meses sintiéndome sola. Pero no lo escribo necesariamente desde un lugar pesaroso. ¿No les ha pasado que necesitan explicarse una y otra vez quiénes son? Como si estas palabras que digo (o que escribo o que pienso) no terminaran de cuajar, no bastaran para expresar toda la belleza que siento dentro, pero tampoco todo el horror. Como si dibujara un cuadro hecho de las palabras que creo que me definen y después me costara trabajo habitarlas, entenderlas, reconocerlas.
Estoy agotada. Estoy exhausta de decirles a los demás “esto soy, mira, ve bien, porque no hay nada más. Lo que ves es lo que hay, sin mucho fondo, sin mucha forma, pero tampoco sin mucho maquillaje ni mucho adorno”.
No hay trampa aquí.
Sé que cada vez que debo explicarme debo subtitularme para que los demás, el otro, ellos, tú me entiendas. ¿Pero qué se pierde en esa traducción? ¿Qué queda sin decir cuando debo ponerme marcas y subrayar y doblar una página de mí misma con el fin de darme a entender? Peor aun cuando ya lo he hecho dos, tres, cuatro veces, y siempre obtengo el mismo resultado.
A veces decido ser una simpleza llana. Plana. Sin matiz ni sombra. Adivinable, predecible. Me causa genuina rareza que otras personas me digan que me ven inteligente, capaz, segura, preparada, confiada, despierta, interesante. No. Yo me veo en el espejo y creo que solo son adjetivos. O que son asideros que aprendí a cultivar para que los demás no se aburran de mí o tengan un poquito más de voluntad de quedarse.
En ocasiones tengo muchas ganas de llorar porque me sobrecoge la sensación de insuficiencia, de nimiedad, de vacío. Pero también de incomprensión, de hartazgo, de fatiga.
Y entonces pienso en que es una especie de momento filosófico el que me atraviesa. ¿Cómo puedo habitar este Universo para el que soy apenas poco más que nada?
No sé hacia dónde me dirijo la mayoría del tiempo, pero raramente ese mismo tiempo sé dónde estoy, qué debo hacer, qué me corresponde construir y dónde debo apuntalar para no perder mi balance.
Me conozco tan bien que sé adivinar mi insomnio desde antes de la medianoche, que llorar es una forma en la que desahogo frustración o que algo me va a incomodar desde la manera en que alguien se acerca a mí. Pero hay días en que conocerme no basta. Hay días en que necesito ser vista. Que alguien me diga “ven, aquí puedes descansar de todo eso que no te deja, que te carcome y te vomita”.
Hay días, como hoy que escribo estas líneas, en los que no me alcanza saber de dónde viene mi insomnio ni anticipar el momento exacto en que algo va a doler.
Mi lucidez se pudre en cansancio.
Porque entenderme no me salva. Nombrarme no me contiene. Explicarme no me acompaña.
Y entonces la soledad no es ausencia de gente, sino ausencia de tregua. Nadie me está pidiendo que me traduzca, pero yo sigo haciéndolo. Sigo subtitulándome incluso cuando no hay público. Sigo doblando mis páginas para que sepan dónde leer. Sigo diciendo “esto soy” como si fuera una advertencia y no una posibilidad de ser vista.
Tal vez eso es lo que quema: descubrir que no estoy perdida, que no estoy confundida, que no estoy rota. Que simplemente estoy cansada de ser legible. Que hay partes de mí que no quieren ser entendidas ni explicadas ni vueltas amables. Partes que no buscan redención, que simplemente arden.
Ferozmente.
jl/I









