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México es el país de los desaparecidos, de las fosas clandestinas, de las morgues rebasadas. Es donde no hay día sin que una mujer, niña o adulta, haya sido asesinada por algún cercano, da lo mismo si es su esposo, su jefe, su hijo, su colega, su novio, su ex pareja, su padre, su padrastro, su amigo. Es donde las masacres ocurren lo mismo por la noche que a plena luz del día, sea en un restaurante, en un centro de rehabilitación, en un bar, en una fiesta de 15 años, en una estética…
Donde nos resignamos, si somos víctimas de algún delito, a pensar que sólo perdimos lo material. Nuestro auto, nuestro celular, nuestra cartera, nuestra bolsa, nuestros electrodomésticos… pero es una frase que parece que repetimos sólo para admitir veladamente que con eso que se nos arrebata, aunque sea algo que puede reponerse, nos quitan también nuestra tranquilidad, nos roban nuestra libertad.
Nos quitan el sueño sereno y a cambio nos dejan la pesadilla de pensar que, cualquier otro día, pueden regresar a nuestras casas y nosotros tener la mala suerte de encontrarnos en ella, en ese lugar que debería ser refugio. Nos dejan la responsabilidad de cambiar cerraduras y candados. La sensación de que debemos poner una cámara, una alarma. Que debemos cambiar nuestras rutinas y tener un perfil bajo. Como si fuera nuestra culpa por haber podido comprar un nuevo auto, por haber gastado nuestros ahorros de todo un año y gastarlo en una mejor bicicleta, por decidir cambiar nuestro teléfono por uno mejor equipado. Nos hacen presos de nuestros miedos, en nuestros propios hogares. Es nuestra culpa. Completa.
Donde, de acuerdo con cifras de la Secretaría de Gobernación actualizadas a julio de este año, hay un histórico de 73 mil 224 personas desaparecidas en México. Para ponerlo en perspectiva, al Estadio Azteca le caben 87 mil 500 personas. Otra: es como si de un plumazo borraran a todas las personas que viven en el municipio de Arandas.
Es ese país donde familias enteras, encabezadas por mujeres en búsqueda de respuestas y de paz, se han debido organizar y ellas mismas recorrer cada metro cuadrado de predios dispersos por toda la nación para encontrar a sus hijos, sus hermanos, sus padres, sus hijas, sus esposos, sus nietos… Ellas, que no recibieron respuestas de las autoridades y se capacitaron lo mismo para reconocer tierra recién removida que para utilizar drones con cámara para poder seguir los pasos de los criminales y hallar los sitios que, por montón, se han convertido en sepulcros clandestinos.
Es aquel país donde puedes escribir un libro en el que esas madres, con el conocimiento que les dan los años, cocinan el platillo preferido de sus hijos que desaparecieron de un día a otro. Que purgan, gracias a la cocina, el dolor que les carcome los huesos y los sesos. Donde cuentan aquello que no les dejará volver a dormir con tranquilidad hasta que encuentren a esos hombres que salieron de sus entrañas. Encontrarlos, vivos o muertos. Porque necesitan saber qué es lo que deben llorar.
México también es ese en el que te levantas un día pensando en que lo que te vas a poner puede ser la última vestimenta que uses. Donde ruegas por que tu esposo, tu mamá, tus amigos recuerden que tienes esa ropa para que, si desapareces, sepan que eras tú. Suplicando en silencio que su memoria sea buena y que cuando vean tu blusa, tu pantalón o tus zapatos en un registro fotográfico de un gobierno cualquiera sepan que eran tuyos.
¿Cuántos horribles catálogos y registros deberían existir en todo el país para que esposas, padres, hermanas, hijos, suegras, yernos encuentren a sus desaparecidos, para que identifiquemos a nuestros victimarios?
¿Cuántos tráileres ficticios llenaríamos con toda esa información, mucha de la que ni siquiera sabemos su existencia?
Sí. México.
Twitter: @perlavelasco
jl/I