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La Casa Gris es el tema del momento, el suceso que ha concentrado la mayor parte de la atención del público en las más recientes semanas y que han capitalizado los críticos y antagonistas de Andrés Manuel López Obrador. Por fin parece haber una grieta en el blindaje del presidente, una rajada que podría convertirse en un resquebrajamiento mayor si el empecinamiento y la terquedad del mandatario siguen imponiendo la agenda del gobierno federal y su comunicación personal, porque la institucional no existe.
El riesgo de un daño mayor para AMLO es alto porque la herida está en el corazón del discurso del presidente y de su movimiento: la honestidad y la superioridad moral que ésta implica.
El festín que han organizado la oposición y los adversarios alrededor del hijo mayor de AMLO y de su nuera es una respuesta lógica y esperada a la política de polarización que se ha impulsado desde Palacio Nacional como estrategia de legitimación.
Más allá de que en cualquier régimen democrático los medios de comunicación y los periodistas tienen la encomienda de mostrar y exhibir los excesos y la corrupción de cualquier gobierno, es evidente que durante tres años y medio el presidente de México ha estirado la liga de más, ha puesto frente a él a actores políticos, medios de comunicación, instituciones, periodistas, académicos y empresarios que no necesariamente eran sus enemigos; y hoy lo son. A muchos de ellos, algunos de los que hoy le están “organizando la fiesta” los ha señalado por su nombre, los ha exhibido y los ha acusado de corruptos –a veces con razón– en sus conferencias mañaneras.
Los arreglos en lo oscurito del pasado se transformaron en desacuerdos y enfrentamientos públicos que hoy, más que nunca, tienen al país convertido en un ring de boxeo y a la Presidencia de la República en un espacio sobreexpuesto. López Obrador ha confundido la transparencia con la publicitación de las diferencias y hoy, que está frente a un escenario adverso –por primera vez en el sexenio– se le está revirtiendo su propia receta para hacer política.
Es claro que AMLO nunca ha tenido en mente la posibilidad de establecer una tregua o de tejer una alianza con “los malos”, en primer lugar, porque su rechazo explícito a estos le ha redituado popularidad entre su base y, en segundo, porque en la idea de país del presidente los corruptos no tienen cabida. “Pactar con ellos sería traicionar al país y al movimiento”, lo ha dicho en infinidad de ocasiones. El problema ahora es que la sustancia de ese discurso se rompió porque la corrupción se hizo presente a través de su propia familia.
En un país emocionalmente roto como el nuestro lo que sigue es una guerra sin cuartel con un objetivo muy preciso y una fecha: la elección de 2024. Viene un conflicto de mayores dimensiones alimentado por el deseo de aniquilar al enemigo, no de dialogar y de llegar a acuerdos.
La Casa Gris es ya un parteaguas que ha radicalizado las posiciones entre el lopezobradorismo y sus muchos oponentes, y no serán la razón ni los argumentos los insumos principales de la batalla. Los adversarios al presidente trabajan para hacer de este affaire una segunda versión de la Casa Blanca de Peña Nieto y, por lo tanto, el principio del fin del sexenio y de la 4T.
Ante este escenario, parece que todo se reduce a una sola pregunta: ¿cuánto daño le hará este episodio a la fuerza electoral y a la legitimidad del presidente? Los de un lado creen que es un golpe fulminante, los del otro afirman que su base social sigue y seguirá intacta. En tanto, las confrontaciones en medios y redes sociales subieron de tono en estos últimos días, quizá porque unos y otros saben que la oposición en México nunca ha tenido y, quizá, no tendrá otra oportunidad como ésta.
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jl/I