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Un México violento
Porque nos la quitaron
La tercera caravana de migrantes centroamericanos ingresó al país el 2 de noviembre en ese entonces eran mil 500, casi todos de origen salvadoreño y con un sólo objetivo en la mente: llegar a Estados Unidos.
Los días han pasado, algunos regresaron a su país, otros siguieron su camino rumbo al norte; de “la familia” que se reunió en Tecún Umán y que atravesó el Río Suchiate sólo quedan 650.
El sueño se ha desvanecido, saben que será muy difícil llegar a Estados Unidos y ahora permanecen a la expectativa en un albergue en la Ciudad de México.
Al seguir los pasos de dos caravanas previas, integradas por un mayor número de personas, la notoriedad que alcanzaron en medios de comunicación fue menor, además, la sombra de los primeros originó que los pueblos a los que llegaron como parte de su periplo –sobre todo en el sureste del país- no los recibiera con esmero.
En Matías Romero, Oaxaca, la caravana tenía previsto su acogimiento en el estadio Ferrocarrilero, junto con sus antecesores, sin embargo, la convivencia se dificultó desde los primeros minutos y decidieron irse “al rastro” un terreno lodoso, sin luz, sin agua y sin sanitarios.
Pasaron una noche en ese lugar, apenas se acercó una camioneta que les ofreció de comer tostadas de frijol y queso, las raciones fueron insuficientes, regresaron a palpas y con el estómago vacío al pedazo de terregal que habían elegido como dormitorio.
Ahí los encontró el sacerdote y activista Alejandro Solalinde, quien prometió guiarlos y trasladarlos en camiones hasta la Ciudad de México, se tardó unos días pero el sacerdote cumplió y los llevó sin riesgos hasta la capital en donde compartieron estadía con otros centroamericanos en el deportivo de la Magdalena Mixhuca.
Solalinde los “cobijó” cada día con la esperanza de conseguir un programa temporal de empleo y documentación en Canadá que les permitiera dejar atrás la pobreza y la violencia e iniciar una nueva vida.
Con esa ilusión permanecieron en Mixhuca hasta que las carpas les quedaron grandes y el frío de las noches previas al invierno en la capital del país los orilló a irse a un lugar más pequeño.
Primero, a un albergue en San Juan Aragón; después, la Casa del Peregrino ubicada en el callejón de San Lorenzo, atrás de la Basílica de Guadalupe, sitio en el que permanecen hasta ahora.
El traslado fue el pasado 18 de noviembre, los migrantes abordaron 20 camiones con la esperanza puesta en Solalinde, algunos no conocen su trayectoria, es más tampoco su nombre, pero es el único que les ofreció algo de certidumbre.
A su paso observaron mercados, tiendas, avenidas, todo es nuevo para la mayoría, no conocían su destino, pero les sorprendió la amplitud de las calles.
En su recorrido por el Zócalo admiraron las construcciones aunque para uno su belleza fue insuficiente “nada que ver con Nueva York”, aseguró.
Después, en una esquina un grupo de “chelitos”, es decir, personas rubias que esperan un Turibús, se ríen de ellos desde el camión, les dicen “hijos de Trump, por ustedes no podemos pasar”.
Desde el primer día los migrantes se han quejado de las condiciones de la Casa del Peregrino, en ese lugar dicen “sentirse presos”, tienen que registrar su ingreso y su salida, se quejan de la suciedad y de no tener regaderas.
A diferencia de los lugares anteriores, en éste los medios de comunicación apenas pueden ver desde afuera el edificio de tres plantas del que se asoman colchonetas paupérrimas, ropa, zapatos y basura.
Lo único que los mantenía con ánimo en ese lugar era la esperanza de viajar a Canadá, pero Solalinde llevó las malas noticias el 20 de noviembre: el país no tiene previsto ningún programa de apoyo para los migrantes centroamericanos.
Pese a ello, los salvadoreños no han perdido la confianza en el sacerdote de quien les dice: “mensajeros de Dios” y ha prometido llevarlos a parroquias más cómodas a partir de este día, fecha en la que se vence su estancia en el albergue temporal y en el que ya se preparan para la llegada de los peregrinos con motivo del día de la Virgen de Guadalupe.
A sus preocupaciones se suma la xenofobia y la discriminación que han sufrido sus pares en Tijuana, razón por la que preferirían llegar a Nuevo Laredo o Piedras Negras, Coahuila.
Ronald Hernández, de 41 años de edad, dice que los insultos “los desmoralizan” a él y a su familia por lo que prefieren otra frontera.
“Somos ciudadanos del mundo y somos seres humanos”, afirma, pero también reconoce que ya son muchos allá y eso puede generar un problema mayor, no sólo por los víveres sino por la violencia.
En tanto, Jan asegura “no todos somos delincuentes, algunos sólo queremos una oportunidad para crecer con nuestra familias, pero si en Tijuana no nos quieren y si los canadienses no nos pudieron dar una solución nos vamos a otra frontera”.
jl