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Enojados en MC
Mejor restar
Siempre que paso por esa calle me dan ganas de tomarle una foto. Jamás lo he hecho.
Por la acera oriente de la avenida Enrique Díaz de León, casi al llegar a la esquina con Pedro Moreno, sobre un fondo blanco unas letras negras sueltan una verdad de esas citadinas y exprés, perlas de sabiduría de autor anónimo: “El futuro es una emboscada”.
A pesar de los grafitis ininteligibles que visten las paredes del negocio, la profecía tapatía sigue intacta (o al menos lo estaba la última vez que la vi).
En esa esquina venden comida. Arriba parece haber departamentos. Siempre que paso por esa calle pienso que, entonces, las emboscadas huelen a tacos y a tortas en la plancha; se ven como paredes cafés y rosadas, y se escuchan como decenas de vehículos enfurecidos que gritan con el claxon, atascados en el tráfico, con los motores sofocados y hartos.
Y el caso es que nos vamos dando cuenta de la trampa del futuro conforme vamos creciendo. Cuando fuimos niños los adultos nos llenaron de esperanzador porvenir. Sembraron en nosotros las ganas de crecer para comernos el mundo, para recorrer los caminos e incluso para abrirlos; para buscar y aprovechar las oportunidades que los demás, los menos afortunados, no han tenido; para abrazar a una pareja, para cargar a un hijo, para tener una mascota, para morir en la vejez, llenos de dignidad y libertad.
Pero el futuro nos abofetea y llega con sorpresas, con hechos inesperados e incluso inverosímiles, con las ganas de ponernos en nuestro sitio y con la certeza de que tiene más armas en su maleta para darnos perspectivas a veces tan duras como infranqueables. Su emboscada.
Es una mentira, le dije a mi mamá el otro día, eso que nos dicen los mayores de que cuando seamos grandes vamos a poder hacer lo que queramos, porque ya de grandes nos emboscan las cuentas por pagar, los trabajos extenuantes, las horas perdidas en el tráfico sin poder hacer lo que nos gusta o ver a quien amamos; los cinturones apretados para pagar los gastos, la cuesta de enero y el compromiso de comprar algún regalo rumbo al fin de año; nos acechan enfermedades que jamás sabíamos que corrían por nuestras venas, fruto de la herencia de algún tatarabuelo; nos atormentan las palabras bonitas que se quedaron en nuestra boca, nuestra lengua, nuestra pluma con ganas de ser dichas y las amistades que dejamos ir.
Una emboscada, repito con pesimismo. Ese pesimismo que termina en pensamientos como cuánto tiempo nos va a durar el agua potable, cuánto más debemos soportar el terror de las personas desaparecidas, cómo vamos a educar a la niñez para un mundo radicalizado, cambiante, hostil; qué tanto merecemos los gobernantes indolentes y ridículos y cínicos y grotescos que tenemos.
Quien escribió esta verdad lapidaria merece mi admiración. Son de esas frases que pienso lo mucho que me hubiera gustado que se me ocurrieran a mí.
Estoy cierta de que el futuro es una emboscada. Pero precisamente en ese ineludible e incierto destino hay sitios despejados donde nada ni nadie puede lastimarte porque todo se ve libre, descampado.
Los abrazos de la gente que nos quiere y que queremos, las carcajadas con los colegas en el trabajo, las tardes en las que comemos nuestro platillo favorito, las mañanas de unas vacaciones que planeamos por mucho tiempo, el café de la sobremesa con nuestra familia, ver la serie que esperamos toda la semana, una nieve en una tarde calurosa, un regalo que hizo muy feliz a esa persona especial para nosotros.
Y aunque el dolor, la urgencia, la pena, el miedo, la tristeza, la angustia se oculten tras los árboles, listos para asaltarnos, nos queda aferrarnos a la idea de que nada de ello es permanente y que en algún momento debe haber un claro en medio del bosque.
Esperanza.
Twitter: @perlavelasco
jl/I