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En Jalisco, los actos y hechos de corrupción dentro del sector público siguen siendo parte del funcionamiento cotidiano del gobierno; incluso el propio Plan Estatal de Desarrollo 2025 de Jalisco reconoce la corrupción como uno de los principales obstáculos para el desarrollo y la confianza ciudadana.
A pesar de los mecanismos existentes para inhibir la corrupción, como los órganos internos de control (OIC), la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción y el Sistema Estatal Anticorrupción (Seajal), los resultados son mínimos y es que el problema no está en la ausencia de leyes, sino en la debilidad operativa y la dependencia política de estas estructuras.
Los OIC, responsables de vigilar el desempeño ético del personal gubernamental, ahora también asumen tareas relacionadas con la transparencia. Entre ellas, supervisar que se publique la documentación obligatoria, monitorear respuestas a peticiones ciudadanas y garantizar el uso adecuado de plataformas. Sin embargo, estas responsabilidades adicionales se suman sin un fortalecimiento real. Lejos de consolidarse, estas unidades enfrentan más exigencias sin capacidad técnica ni autonomía.
Su mayor limitante sigue siendo la subordinación jerárquica. Al responder a las mismas autoridades que deben revisar, su actuación queda condicionada por intereses ajenos al cumplimiento normativo. Así, la vigilancia se convierte en simulación, y la transparencia en una rutina administrativa sin consecuencias.
Por su parte, la fiscalía anticorrupción ha mostrado escasa efectividad. Numerosos casos relacionados con malversaciones, contratos opacos y adquisiciones sin licitación, como los detectados en Pensiones del Estado, áreas médicas o infraestructura, han quedado sin sanciones ejemplares. Aunque en ocasiones se anuncian vinculaciones a proceso, estos procedimientos rara vez concluyen en condenas firmes, permitiendo que los responsables eludan consecuencias legales.
La falta de sentencias demuestra que la fiscalía anticorrupción enfrenta obstáculos estructurales y también presiones externas. Muchos de los expedientes se integran con lentitud, carecen de sustento probatorio sólido o se resuelven cuando los implicados ya han cambiado de puesto, se han retirado o están protegidos legalmente. Esto genera desconfianza, ya que el castigo parece ser selectivo o simplemente simbólico.
En este entramado también destaca el Seajal, creado para articular acciones entre instituciones, sociedad civil y ciudadanía. Su papel debería ser estratégico, promoviendo coordinación, prevención y participación ciudadana. No obstante, su presencia en la agenda pública es casi nula. Se ha convertido en un sistema pasivo, burocrático y carente de impacto real. Sin liderazgo ni presión social, su potencial transformador se ha diluido en reuniones de bajo perfil, sin incidencia directa sobre los grandes escándalos estatales.
La ciudadanía requiere instituciones con independencia, recursos adecuados y compromiso genuino. Ni las auditorías internas ni las investigaciones penales sirven si no hay consecuencias legales. La legitimidad de estos organismos no se construye con discursos, sino con acciones concretas y verificables.
Jalisco no carece de talento ni de legislación. Lo que falta es romper con las prácticas tolerantes que permiten que personas funcionarias implicadas en irregularidades permanezcan impunes. Mientras los OIC no tengan dientes, la Fiscalía simule justicia y el Seajal permanezca en silencio, la corrupción seguirá formando parte del sistema, no como excepción, sino como norma.
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