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Camina o muere, adaptación de la novela La larga marcha, de Stephen King (publicada originalmente bajo el seudónimo Richard Bachman en 1979), se estrenó este fin de semana en cines. La cinta es fiel a la alegoría original del libro: una despiadada reflexión sobre la guerra de Vietnam y, en sentido amplio, sobre la brutalidad de la condición humana.
King escribió esta historia a mediados de los 60, antes de publicar Carrie, y muchos lectores la consideran su obra más oscura. La película, dirigida por Francis Lawrence, evita actualizar el relato con comentarios políticos contemporáneos y se mantiene en una ambientación atemporal, con un diseño de producción que remite a los años 70. El guion hace a un lado los elaborados contextos sociales y políticos y se concentra en el núcleo del relato: un grupo de jóvenes obligados a caminar sin detenerse bajo la amenaza constante de la muerte.
Lawrence introduce tan solo dos flashbacks para dar contexto a Ray Garraty, protagonista interpretado por Cooper Hoffmann, cuya amistad con McVries (David Jonsson) sostiene gran parte del peso emocional de la cinta. Junto con Baker (Tut Nyuot) y Olson (Ben Wang), forman un cuarteto que, entre bromas, rivalidades y promesas de apoyo, encarna la tensión entre solidaridad y supervivencia.
El elenco principal está conformado por actores jóvenes y poco conocidos, lo que otorga frescura y credibilidad a los personajes. Judy Greer y Mark Hamill participan en papeles menores, más como guiños que como motores narrativos. La apuesta del cineasta se centra en el realismo interpretativo: no hay estrellas que opaquen el sentido central de la historia, sino rostros que transmiten vulnerabilidad y fragilidad.
Francis Lawrence, con experiencia en escenarios apocalípticos gracias a Soy leyenda y la saga de Los juegos del hambre, comparte un ritmo peculiar: la acción avanza como la misma caminata, sin clímax tradicionales ni pausas de respiro. La monotonía se convierte en un recurso narrativo que transmite la desesperación de los caminantes y la inevitabilidad del desenlace.
Camina o muere muestra, casi en clave documental, la degradación física y psicológica de los competidores, donde cada paso es un recordatorio de lo frágil que resulta la humanidad frente a la presión.
La crudeza con que Lawrence retrata la prueba recuerda a la atmósfera sofocante de La niebla de Frank Darabont. Aunque evita mostrar con lujo de detalle los estragos corporales, mantiene intacta la tensión y la incomodidad. La sensación de fatalidad nunca abandona la pantalla. El desenlace se aparta del libro en algunos aspectos, ofreciendo una conclusión ambigua, pero funcional, lo que sin duda dividirá opiniones entre quienes exigen fidelidad absoluta y quienes aceptan una reinterpretación.
Camina o muere no es fácil de digerir. Su aparente sencillez, jóvenes caminando hasta el límite, encierra un reto narrativo bastante grande: sostener la atención del espectador únicamente con diálogos y gestos. El guion transforma las conversaciones triviales del inicio en reflexiones cada vez más hondas, mientras los cinéfilos observan de cerca los rostros de actores que transmiten desesperanza, resistencia y miedo. Jonsson destaca con un desempeño sólido y Plummer ofrece un momento de angustia que sintetiza la devastación que recorre la historia.
A pesar de sus logros, el clímax no alcanza el impacto esperado. El final, más reflexivo que explosivo, deja preguntas que flotan incómodas: ¿qué impulsa a sociedades enteras a aceptar rituales de crueldad? ¿Estamos realmente tan lejos de un futuro distópico? La película no responde, simplemente lanza la inquietud.
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jl/I