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La revolución según Paul Thomas Anderson

¿Quiere ver una buena película este fin de semana? Una batalla tras otra, una de las propuestas más ambiciosas y políticas de Paul Thomas Anderson, es una excelente opción. Está inspirada en la novela Vineland, de Thomas Pynchon, y mezcla comedia negra, drama de acción y cine criminal con el estilo visual inconfundible del director, que aquí se arriesga con un relato fuertemente contemporáneo. 

La historia sigue a los French 75, un grupo de guerrilleros urbanos liderados por Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), una mujer obstinada y combativa que encabeza una operación para liberar a inmigrantes mexicanos retenidos en una base militar. Su enfrentamiento con el coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn) desata un vínculo perverso: tras ser humillado por ella, el militar desarrolla una obsesión sexual marcada por su racismo y violencia. Perfidia, sin embargo, ya tiene pareja, Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio), con quien comparte una hija, Willa. Dieciséis años después, la adolescente (Chase Infiniti) reaparece en medio de una persecución, rescatada por Deandra (Regina Hall), antigua compañera revolucionaria de Perfidia, mientras Lockjaw sigue empeñado en destruir al grupo. 

Una batalla tras otra articula un retrato político que no oculta sus intenciones: es abiertamente anti-Trump y aborda problemáticas actuales como las redadas migratorias, las ciudades santuario y el supremacismo blanco. Anderson integra referencias cinematográficas de La batalla de Argel a Terminator 2, pasando por ecos de Yorgos Lanthimos, Martin Scorsese, los hermanos Coen y Quentin Tarantino, sin embargo, la cinta mantiene una identidad autoral clara. 

La esencia del guion, más allá de la acción, es la familia. Bob y Willa representan la lucha entre los lazos de sangre y la familia elegida, mientras que el personaje de Lockjaw encarna lo grotesco y lo cómico en la violencia de Estado. DiCaprio aporta vulnerabilidad y desgarro a un hombre destruido por adicciones y culpas, cuyo único soporte emocional es su hija. Penn, por su parte, se sumerge en Lockjaw con una intensidad perturbadora, creando un antagonista brutal y cómicamente siniestro. 

Anderson administra la violencia con inteligencia: lo más crudo sucede fuera de campo, generando mayor impacto en el espectador. Las persecuciones en coche (una en un atasco urbano imposible y otra en un desierto lleno de colinas) se convierten en momentos memorables, de lo más innovador en la filmografía reciente. 

La película se enriquece con la música de Jonny Greenwood, colaborador habitual de Anderson, cuya partitura discordante e hipnótica refuerza el tono sombrío y a la vez sarcástico de la obra. Como en los mejores trabajos del cineasta, los personajes forman un retrato humano complejo, entrelazado por un guion que avanza con ritmo vibrante pese a la larga duración. 

Una batalla tras otra no ofrece respuestas cerradas ni discursos unívocos: plantea la historia de Estados Unidos como una cadena ininterrumpida de conflictos, desde los padres fundadores hasta la actualidad. Al final, más que una película política, es un retrato del desgaste moral y social de un país, contado a través de batallas íntimas, ideológicas y familiares. 

El filme combina lo épico con lo íntimo, lo grotesco con lo emotivo y, seguramente, tendrá un papel destacado en la temporada de premios. Muchos críticos coinciden en que podría ser la cinta que finalmente otorgue a Anderson el Oscar como mejor director, gracias a un equilibrio entre espectáculo, sátira y profundidad emocional que pocas veces se logra en el cine estadounidense contemporáneo. 

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