El abandono y vulnerabilidad de los alcaldes y alcaldesas que con valentía deciden enfrentar a los grupos criminales, es una de las muchas lecturas del asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez. Están solos o solas, especialmente los de pueblos pequeños, con escasos apoyos a sus administraciones frente a redes delictivas que a nivel regional y nacional operan con impunidad, explicable por el disimulo, ineficiencia y complicidad de elementos de las fuerzas de seguridad y funcionarios públicos de los tres niveles de gobierno.
Los alcaldes y alcaldesas de pueblos medianos o pequeños tienen claro, desde antes de asumir los cargos, quiénes dirigen a los delincuentes en el municipio y la región. Los identifican por sus nombres y apodos. Saben dónde viven, de qué familia proceden y quiénes son sus operadores. Muchas ocasiones son vecinos que, para los ajenos a la localidad, pueden pasar como “buenas personas” con tales o cuales negocios, gente adinerada, peligrosa, que administra la venta de droga, asalta, extorsiona, hostiga, tortura, desaparece personas, enfrenta a grupos contrarios, etcétera. Son criminales bajo las órdenes del llamado jefe de plaza.
Ante esa realidad, los o las alcaldes tienen diferentes opciones, todas riesgosas: una, pactar con el grupo delictivo, de tal manera que le permiten operar a cambio de mantener relativa tranquilidad en el municipio, de “llevar la fiesta en paz”, con los menores sobresaltos posibles. En este panorama, los hampones continúan con sus actividades ilícitas y están en comunicación con las autoridades, que no actúan contra ellos, ni tendrían cómo hacerlo, abandonadas a su suerte, con sus corporaciones diezmadas, sin recursos para equiparlas. Es la ‘paz narca’, con autoridades legales y bandas ilegales. La vida en esos pueblos y ciudades continúa con una aparente normalidad que encubre la violencia subterránea. Una variante es que el alcalde no se involucre, deje todo en manos del comisario para que éste tenga acuerdos.
Otros ediles son parte del cártel. Llegaron con recursos, infraestructura y respaldos de todo tipo, incluido el político y electoral, de quienes actúan al margen de la ley. Ahí se benefician el presidente municipal y su equipo, y los policías municipales están al servicio del grupo delictivo, al que protegen. La alcaldía es una oficina más del crimen organizado. Llegan y se van ediles de un territorio controlado por un poder alterno al legal.
Una opción más para los alcaldes es enfrentar abiertamente a los grupos criminales, como hizo con arrojo Carlos Manzo Rodríguez. Para ello, depuran la corporación policial, exhortan a presentar denuncias, actúan contra los grupos delictivos, demandan apoyos estatales y federales. Lamentablemente, las redes criminales están incrustadas en los otros niveles de gobierno, en la población y en negocios ‘legales’. Las fuerzas de seguridad valoran mal las demandas de respaldo permanente eficiente de los presidentes municipales, quienes están indefensos con fallidos protocolos de protección, como sucedió al edil de Uruapan. El alcalde no recibió el apoyo adecuado y permanente que exigió numerosas ocasiones a la presidenta Claudia Sheinbaum y al gobierno federal.
El primer contacto con los ciudadanos son los alcaldes y sus equipos. Mantenerlos vulnerables es exponerlos, es mandar pésimos mensajes a las familias, es fallar cualquier política de seguridad pública. Es operar a favor de la delincuencia.
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