La cuarta transformación ha construido discursivamente su aparente ruptura libertaria frente al “neoliberalismo autoritario” a partir de frases machaconas: “primero los pobres”, “no somos iguales”, “no mentir, no robar, no traicionar”, “amor con amor se paga”, así ‘ad nauseam’. Otra que se ha vuelto consigna es el de “prohibido prohibir”, la que ha funcionado como un rechazo al tecnocratismo, a la regulación excesiva, a la intromisión estatal en la vida cotidiana. Sin embargo, el ejercicio real del poder ha ido en dirección opuesta.
Los gobiernos morenistas han consolidado una lógica según la cual el Estado no solo gobierna, sino que educa, moraliza y corrige. La prohibición de los vapeadores se suma a una lista creciente: restricciones a alimentos, bebidas, publicidad, espectáculos, expresiones culturales, discursos incómodos y, cada vez más, decisiones individuales que no dañan directamente a terceros.
El argumento es casi siempre el mismo: salud pública, protección de los jóvenes, bien común. Argumentos legítimos en abstracto, pero problemáticos cuando se usan sin proporcionalidad, sin evidencia suficiente y sin alternativas regulatorias intermedias. Lo que subyace no es solo una política de salud, sino una visión del ciudadano como sujeto tutelado. En esta lógica, el individuo no es plenamente responsable de sus decisiones; necesita que el Estado lo proteja incluso de sí mismo. Esta concepción erosiona la autonomía personal, uno de los pilares de cualquier democracia liberal.
El problema no es regular –toda sociedad regula–, sino prohibir como reflejo automático, sin reconocer que la prohibición trae aparejado otros problemas, pues de seguro no elimina la práctica, solo la desplaza al mercado negro. En el caso de los vapeadores, la contradicción es evidente: se prohíbe un producto potencialmente dañino mientras se tolera, regula y grava otros –el tabaco y el alcohol– que ha causado millones de muertes relacionadas. La diferencia no es sanitaria; es política y simbólica: es control moral más que sanitario.
Por otro lado, a partir de enero de 2026 los mexicanos estamos obligados a registrar nuestras líneas de teléfonos móviles con “la intención de combatir el delito de extorsión y brindar un mejor servicio”. Sin embargo, desplazar la responsabilidad del Estado hacia el ciudadano, bajo el argumento de la seguridad, y hacerlo mediante mecanismos de control preventivo amplían la capacidad de vigilancia estatal sin resolver el problema de fondo.
Frente a esta realidad, el Estado opta por la salida más fácil políticamente: registrar a millones de ciudadanos cumplidos en lugar de controlar efectivamente las cárceles; invertir en sistemas avanzados de bloqueo de señales; o perseguir redes criminales con inteligencia financiera y tecnológica. Es decir, se vigila al usuario honesto porque es más barato y menos riesgoso políticamente que confrontar al crimen organizado. Aquí el ciudadano deja de ser sujeto de derechos y pasa a ser objeto de sospecha preventiva.
Al igual que con los vapeadores, no estamos ante una medida aislada, sino ante una forma de gobernar: el Estado que desconfía de la autonomía social y prefiere regular, registrar y vigilar antes que profesionalizar, investigar y sancionar. No se prohíbe el uso del celular, pero se condiciona su ejercicio a entregar información sensible. Y eso, en cualquier democracia, debería encender todas las alertas posibles.
jl/I









