El Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, presentado el domingo 9 de noviembre intenta proyectar la imagen de un gobierno que actúa, no que reacciona. Nace del asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, un crimen que exhibe el verdadero poder en Michoacán. El plan intenta transmitir fortaleza, aunque en realidad el Estado mexicano sigue sin control en uno de los estados más violentos y desafiantes del país.
El plan promete seguridad, desarrollo económico, educación, vivienda, derechos de las mujeres y justicia para pueblos indígenas. Pero en Michoacán -donde los cárteles dictan la ley, la economía y la vida cotidiana- la estrategia suena más a gesto político que a diseño de Estado. Pretender recuperar la paz mediante operativos y programas sociales es desconocer la naturaleza del poder criminal; de una estructura económica, social y política que ha suplantado al Estado en amplias zonas.
El Plan no es nuevo: en 2005, Fox envío la Policía Federal; 2006, Calderón inauguró la ‘guerra contra el narco’; en 2014, Peña Nieto ensayó a los comisionados; y López Obrador prometió que la paz llegaría con bienestar. El resultado: más grupos criminales, mayor fragmentación, desplazamientos masivos y una violencia integrada al paisaje. Cada administración ha confundido la presencia militar con autoridad, y la inversión social con legitimidad. Ninguna ha desmontado la corrupción y la impunidad, carburante del crimen.
El plan repite la fórmula: más tropas, dinero y esperanza; sin depuración institucional, sin fiscalías eficaces, sin policías confiables. Sin control real de los municipios, los 57 mil millones terminarán diluyéndose entre la burocracia, la corrupción y la captura política. En Michoacán, el crimen no sólo trafica drogas: controla cadenas productivas completas -limón, aguacate, transporte- y extrae rentas de cada actividad económica. La economía criminal es el verdadero gobierno del estado.
La “justicia social” en territorios tomados, la justicia social empieza por recuperar la ley. Los programas del bienestar, que se presentan como barrera contra el reclutamiento de jóvenes, son absorbidos por las mismas redes de poder que sostienen al crimen. En algunos municipios, los beneficiarios pagan cuota al cártel local para conservar su apoyo. Sin control del territorio, los subsidios se vuelven un oxígeno indirecto para la delincuencia organizada.
El problema no es la falta de confianza ciudadana, sino la ausencia del Estado. Michoacán no necesita más anuncios desde palacio, sino presencia institucional permanente, justicia funcional y protección efectiva a los productores, comerciantes y ciudadanos que viven bajo amenaza. Los informes quincenales no sustituyen los resultados. Sin indicadores públicos ni auditorías externas, el plan corre el riesgo de convertirse en otra escenografía de poder: mucha coreografía y poca sustancia.
En el fondo, el plan es un reflejo del dilema nacional: un Estado que administra la violencia, pero no la resuelve. Un gobierno que promete “no traicionar la confianza del pueblo”, pero que no puede garantizarle seguridad. Michoacán no necesita otro plan: necesita un Estado que exista, que mande y que haga justicia. Todo lo demás -los ejes, las cifras, los discursos- es el espejismo de siempre.
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