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La nueva polarización

La política del siglo 20 se articuló sobre un eje ideológico: derecha versus izquierda, capitalismo versus socialismo, conservadurismo versus progresismo. Esa cartografía perdió sentido. Hoy, la verdadera fractura que atraviesa al mundo –y a México– es otra: democracia versus autoritarismo.

No se trata ya de matices doctrinarios, sino de actitudes frente al poder. De un lado, los regímenes que aceptan límites, pluralidad, contrapesos y transparencia; del otro, los gobiernos que buscan concentrar facultades, manipular elecciones, debilitar a la prensa, domesticar tribunales y someter a los ciudadanos con desinformación o miedo. El autoritarismo contemporáneo no necesita tanques ni dictadores con uniforme: se disfraza de democracia plebiscitaria, se reviste del voto popular y usa el lenguaje del pueblo para demoler las instituciones que lo protegen.

Esta nueva polarización explica por qué autócratas de distintas ideologías –de Orbán a Maduro, de Erdogan a Bukele– terminan compartiendo métodos, aunque difieran en sus banderas. Todos apelan al resentimiento social, a la promesa de orden, al enemigo interno que justifica la excepción. Y todos encuentran en la polarización una estrategia de poder: dividir para dominar.

México no escapa a esa tendencia. La retórica que descalifica a la prensa crítica, que anula al Poder Judicial, que equipara la rendición de cuentas con la traición no es progresismo: es el germen autoritario que erosiona la democracia desde adentro. El problema no es la ideología del gobierno, sino su tentación de impunidad.

La disyuntiva es ética y civilizatoria. No se trata de ser de izquierda o de derecha, sino de elegir entre obediencia o libertad. Esa es la nueva polarización del siglo 21: la que separa a quienes creen en la democracia –con todos sus defectos– de quienes la usan como fachada para perpetuarse en el poder.

Durante años, el discurso político mexicano se estructuró en torno a una dicotomía cómoda: izquierda versus derecha. Pero esa división ya no explica la tensión central del país. Hoy, la fractura que divide a México es entre defender la democracia constitucional o empujar hacia una deriva autoritaria.

El proyecto político de la autodenominada cuarta transformación se ha presentado como un movimiento de regeneración moral, pero su práctica ha sido la concentración del poder, la desconfianza sistemática a las instituciones y la demolición paulatina de los contrapesos. La captura de órganos autónomos, la subordinación del Poder Judicial y la colonización de los medios públicos forman parte de una estrategia coherente para desmantelar los límites al Ejecutivo. El lenguaje de la democracia se usa como coartada para vaciarla de contenido.

La democracia mexicana no será destruida de un golpe, sino erosionada poco a poco, entre aplausos y discursos populistas. La resistencia no pasa por una nostalgia partidista, sino por defender lo elemental: la ley, la crítica, la verdad y la dignidad cívica. La nueva polarización del país no es entre izquierda y derecha, sino entre quienes anhelan seguir siendo ciudadanos y quienes se conforman con ser súbditos. Es una confrontación entre la ética de los límites y la religión del poder.

X: @Ismaelortizbarb

jl/I