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Carroñeros del silencio

El calificativo de “carroñeros” que Claudia Sheinbaum dirigió a periodistas, articulistas y opositores tras el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, es más que un exabrupto verbal: es una señal preocupante del talante que comienza a tomar el poder. No se trata de una palabra lanzada al aire, sino de una estrategia discursiva que busca deslegitimar la crítica y cerrar el debate público justo cuando el país necesita mayor reflexión sobre su tragedia de violencia.

En una democracia, la crítica no es carroña: es fiscalización. Analizar un asesinato político, preguntarse por sus causas o sus implicaciones institucionales, no significa lucrar con la tragedia. Significa ejercer el derecho -y el deber- de examinar al poder, de exigir respuestas a un Estado que parece resignado a convivir con la muerte. Llamar “carroñeros” a quienes se atreven a pensar y escribir sobre ello no solo es injusto; es una forma de censura velada. El insulto se convierte en sustituto del argumento, y el gobierno se coloca en el papel de víctima para evadir la responsabilidad de explicar la violencia.

El término “carroñero” busca instalar la idea de que los críticos se alimentan del dolor ajeno, pero es el propio poder el que incurre en oportunismo político cuando usa una tragedia para reforzar su ficción de pureza moral y atacar al disenso. Lo que se pretende ocultar bajo la indignación fingida es que la violencia política no es un accidente aislado: es síntoma de un Estado fracturado, de instituciones capturadas por intereses criminales y de una autoridad federal que reacciona con negación ante cada hecho sangriento.

En lugar de abrir una conversación seria sobre la inseguridad que amenaza a activistas, periodistas y ciudadanos, el gobierno opta por culpar al mensajero, como si la crítica fuera una agresión personal. Este reflejo autoritario -disfrazado de indignación moral- no sólo empobrece el debate, sino que pone en riesgo la libertad de expresión. En un país donde se asesina a comunicadores por ejercer su oficio, cada palabra que estigmatiza el periodismo crítico es un paso hacia la intolerancia institucional.

Sheinbaum habría podido responder con datos, con acciones o con empatía; eligió responder con descalificación. Y esa elección no es menor. Porque cuando el poder recurre al insulto, lo que realmente expresa es miedo: miedo a la palabra libre, a la reflexión incómoda, al escrutinio que desnuda la fragilidad del discurso oficial.

La violencia política no se resuelve con silencios ni con lealtades. Se enfrenta con verdad, con transparencia y con autocrítica. Quienes analizan, escriben o cuestionan lo hacen porque se niegan a aceptar que la violencia sea normal. El periodismo que interroga, la ciudadanía que exige y el pensamiento que incomoda son signos de salud democrática, no de carroña moral.

Al final, lo que el poder llama “carroñeros” son, en realidad, los guardianes del lenguaje y de la conciencia pública. Porque en tiempos de miedo, la palabra libre es el último refugio de la dignidad. Y frente a la muerte, callar -ese sí- es el verdadero acto de carroña.

X: @Ismaelortizbarb

jl/I

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