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Trágico

Recuerdo aquel 20 de noviembre de 1967. Era lunes y no tuvimos clases por el Aniversario de la Revolución Mexicana. Mi papá tenía una oficina en el despacho 9 de la avenida Juárez 127, un edificio ubicado entre el Monumento a la Revolución y el emblemático edificio de la Lotería Nacional, a la que fui a dar acompañándolo aquella mañana. 

El presidente Díaz Ordaz encabezó un evento conmemorativo en dicho monumento y se fue caminando de ahí hacia el Zócalo, me acerqué hasta el camellón de la avenida Juárez para verlo pasar con su comitiva y al hacerlo, se acercó y me saludó, al igual que lo hizo con las demás personas que se habían congregado en el lugar. 

El ambiente era tranquilo y festivo, pues todavía no sucedían los trágicos acontecimientos que, menos de un años después, pasarían el 2 de octubre de 1968 en Santiago Tlatelolco producto del Movimiento Estudiantil del 68, y que dejarían cientos de estudiantes muertos en la Plaza de las Tres Culturas. 

Era fácil todavía acercarse a los funcionarios públicos, incluido el presidente, cosa que después de la violencia del movimiento dejó de suceder, pues a partir de aquellos hechos los funcionarios salían con nutridos grupos de guardias que los resguardaban. 

Me vienen a la mente aquellos hechos ahora debido al asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, que vuelve a exponer la fragilidad del poder político en México y la facilidad con que la violencia se abre paso hasta las puertas mismas del gobierno. Que un funcionario municipal, en una ciudad marcada por la presencia del crimen organizado, haya sido ejecutado a plena luz del día, sin que sus escoltas pudieran o quisieran reaccionar, no es solo una tragedia local: es el reflejo de un Estado debilitado, donde la autoridad se ha vuelto una figura simbólica, vulnerable y desprotegida frente a la impunidad. 

Lo más alarmante no es únicamente la ejecución en sí, sino la naturalidad con la que se llevó a cabo. El asesino se acercó sin obstáculos, disparó, y se marchó como quien cumple una tarea rutinaria. Esa misma sensación de permisividad se percibió días después en otro escenario: cuando un individuo logró acercarse a Claudia Sheinbaum, presidenta de la República, y tocarla mientras el aparato de seguridad permanecía inmóvil, casi indiferente. Dos escenas distintas, un mismo síntoma: la ausencia real del Estado como garante de orden y seguridad, incluso dentro de sus propias filas. 

El episodio con Sheinbaum, más allá de su anécdota visual, genera sospechas. ¿Cómo es posible que la seguridad presidencial permita tal contacto en un contexto de creciente violencia política? Algunos interpretan el hecho como una falla; otros, con más suspicacia, como una puesta en escena cuidadosamente diseñada para desviar la atención del asesinato de Uruapan y de la ola de violencia que envuelve al país. 

En cualquier caso, lo que ambos sucesos revelan es el deterioro institucional y moral de un sistema que ya no logra distinguir entre la realidad y la simulación. México se acostumbra a ver morir a sus autoridades y a dudar de sus líderes, mientras el poder se reduce a gestos mediáticos y la seguridad a una coreografía sin sentido. 

La proliferación de memes sobre el toqueteo a la presidente Sheinbaum debería impulsar cambios en la estrategia de comunicación que aborde de manera seria los asuntos importantes en vez de tratar de desviar la atención de lo que realmente ocurre. 

Así sea 

X: @benortega 

jl/I