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En el país del maíz 

En términos alimenticios, particularmente en cereales, existen tres grandes culturas en el mundo, las del trigo, arroz y maíz. México es el origen de esta última, nuestra vida está marcada por la gran diversidad de maíces, formas de preparación y representaciones culturales. Sin embargo, la discriminación y prejuicios fueron deteriorando tal cultura, subyugándola ante la del trigo (“si no hay pan, tortillas”) y, en el siglo 20, se reorientó la producción agrícola hacia los cultivos de exportación. 1965 fue un año crítico, al haber sido el primer año en que nuestra producción de maíz fue insuficiente para satisfacer nuestro consumo. En los años 80, ante la crisis de la deuda externa y el advenimiento de los ajustes estructurales (“neoliberalismo”), el centro de las políticas se centró en la obtención de dólares. 

¿Cómo tener en ese contexto el maíz para alimentarnos? La respuesta predominante fue: “siembra berries, aguacates, agave, jitomates, etc. Con los dólares de las exportaciones, podremos comprar el maíz para las tortillas”. Por si fuera poco, México sufrió una hiper-concentración del mercado del maíz, en donde dos o tres empresas (básicamente Maseca y Minsa”) concentran las compras. En un país en el que la producción social del maíz ha estado repartida en decenas de miles de productores, el control oligopsónico (equivalente a oligopólico, pero del lado de los compradores) somete a la producción social en función de los intereses de esas dos o tres empresas. 

Durante la administración de AMLO se planteó una búsqueda de autosuficiencia alimentaria, tristemente incumplida, dada la corrupción en Segalmex. Durante la actual administración se ha retomado la bandera de “Sin maíz no hay país” y el discurso de recuperación de la producción de maíz ha cobrado gran fuerza. 

Sin embargo, el gobierno mexicano tiene enormes carencias financieras, por la pobre carga tributaria (dado el poder de las grandes empresas y de los milmillonarios individuales) y no produce tortillas ni derivados del maíz. No tiene el dinero para compras masivas (salvo los precios de garantía para microproductores) y, aunque lo tuviera, no podría tener un uso masivo. Por su parte, los grandes corporativos compran a precios castigados, dados los subsidios a la producción en los Estados Unidos (pueden importarlo libremente, inclusive siendo maíz forrajero) y no están dispuestos a pagar a precios mayores a los productores nacionales, a menos de que puedan trasladar tales precios a incrementos sustantivos en los precios de los productos de consumo final (desde las tortillas hasta las frituras). 

Los productores y el gobierno quedan entrampados: unos requieren precios justos para las cosechas, con el fin de que se logre realmente la reactivación de la agricultura maicera. Por su parte, el gobierno está siendo presionado para pagar un diferencial de precios, de tal manera que el pago justo no venga de la cartera de los grandes corporativos. ¿Qué hacer? El problema no puede resolverse de un momento a otro. La única forma de reactivar nuestra cultura del maíz es con una estrategia integral que enfrente los poderes corporativos, privilegie la producción social y permita la canalización de la producción a la satisfacción de las necesidades de la población. 

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jl/I