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Sin vuelta

Sí, el calor de estas ya semanas enteras ha sido insoportable. Las casas y los autos dan cuenta de las altas temperaturas, el transporte público es un suplicio, caminar las calles de la ciudad quema por todos lados y nos llena de sudor cada parte del cuerpo; gastamos más en bebidas, hay momentos en que cocinar es insoportable, bañarnos dos veces al día resulta insuficiente, esperamos con temor la cuenta del consumo de electricidad, si tenemos la suerte de tener ventiladores o aires acondicionados en casa…

Pero lo que me llena de tristeza es que todo ello son muestra de la ciudad, del entorno que estamos perdiendo, que se nos escurre por las manos y que, a decir de quienes estudian estos fenómenos, nos acerca cada vez más a un punto del que no podremos retornar, de donde no podremos recuperarnos.

Aquellos días de primavera y de verano que disfruté en mi niñez y mi adolescencia sólo forman parte de mis recuerdos.

Si tuviera hijos seguramente les podría contar cómo solía ser. Donde un agua fresca de jamaica o una deliciosa paleta de limón eran suficientes para seguir en las calles, jugando con los vecinos de la cuadra, esperando a que nos gritaran cuando ya se hacía de noche, para cenar e ir a dormir.

Esa ciudad donde nos bastaba jugar con globos llenos de agua o pasar la tarde en una minialberquita de fibra de vidrio que los papás de Mónica ponían en el patio trasero de su casa, donde apenas cabíamos cuatro chamaquillas preadolescentes, pero que nos hacía felices, con juegos de mesa y fruta recién cortada, lo mismo con un traje de baño que con una simple blusa y unas mallas.

Esos momentos increíbles en los que, cuando el sopor dentro de la casa ya era mucho, pues tener ventilador era raro o si acaso había solo uno en cada hogar, mi mamá sacaba un colchón a la azotea y ambas dormíamos allí, juntas, a la intemperie, con una sábana encima para combatir los zancudos, con el cielo despejado, lleno de lucecitas pulsantes, brillantes, blancuzcas y rojizas, y con el temor, eso sí, que siempre les he tenido a las cucarachas, pero que el sueño finalmente hacía que ignorara.

Los afortunados domingos en el Club de la UdeG, aventándonos llenas de miedo y de emoción de las plataformas de clavados, los fines de semana en Jocotepec y San Juan Cosalá, o en Agua Caliente o Chimulco, con las toallas estratégicamente puestas por nuestras mamás bajo las sombras de los árboles, con ese olor a cloro tan característico, comiendo sándwiches remojados por la verdura y sufriendo una que otra vez el piquete de alguna pobre y despistada abeja que se defendía de nosotras al sentirse amenazada.

Correr detrás de Poncho para darle alcance, porque su triciclo era tan veloz que, si se iba, ya no podíamos comprar esa maravillosa y suntuosa nieve de garrafa que tiene décadas vendiendo en la colonia donde crecí, a espaldas del Code Jalisco, la que todavía recorre con el peculiar grito de “¡nieveeee!” que tanta felicidad sigue repartiendo entre los vecinos, sin importar la edad. Vainilla, limón, fresa de agua y de crema, las de rigor; mamey y plátano de vez en cuando; guayaba en temporada. En cono o en vasito; sencilla, doble o triple.

Las vacaciones de verano en el pueblo de mi abuela, donde la mayor diversión era levantarse temprano y caminar hasta la presa. Nadar no era recomendable, pero siempre había quién se animaba a hacerlo. Nosotras nos quedábamos cerca, sentadas bajo alguna sombra, para tomar ánimos y regresar del mismo modo como habíamos llegado: caminando dos kilómetros y medio de brecha enterregada.

Seguramente mis sobrinas y mi sobrino vivirán otra niñez y otra adolescencia, y las disfrutarán a su manera. Pero la nostalgia, esa que nos hace sentir cómo llega la vejez, me hace sentir también que algo se pierde con cada año que nos aleja de los frescos tiempos que vivimos.

Irreparablemente.

Twitter: @perlavelasco

jl/I