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Por la comunicación digital
Mejor correr
En 2019 se estrenó Push, un documental que puso el dedo en la llaga: la vivienda ya no es solo un techo, es una mercancía global. El cineasta Fredrik Gertten sigue el caso de grandes ciudades como Barcelona, donde el turismo, la especulación y la gentrificación han transformado por completo el paisaje urbano. La película lo deja claro: el derecho a la vivienda se ha convertido en un activo financiero más, como el oro o el petróleo. Es común decir que tener un lugar para vivir ahora equivale a tener una inversión.
Pensar que este derecho básico pudiera convertirse en mercancía habría parecido ridículo a principios del siglo 20, cuando las luchas obreras arrancaron al Estado derechos que hoy se consideran fundamentales: salud, educación, vivienda, seguridad social. La vivienda, entonces, no era un bien especulativo, sino una condición necesaria para garantizar una vida digna.
Pero todo cambió. A partir de los años setenta, con la expansión del modelo neoliberal, el Estado comenzó a retirarse progresivamente de su papel como garante. Primero, con la creación del Infonavit, que transformó el derecho a la vivienda en el derecho a una deuda. Luego, en la etapa final del salinismo, los créditos hipotecarios a 30 años se consolidaron como única vía de acceso: casas pequeñas, de mala calidad y alejadas de todo. Un modelo insostenible e impagable que detonó en una crisis financiera en 2008.
En ese proceso, el Estado dejó de ser un defensor de derechos para convertirse en promotor de negocios. Las políticas públicas dejaron de orientarse a garantizar el acceso a la vivienda y comenzaron a incentivar la inversión inmobiliaria, incluso en detrimento de las comunidades. El ejemplo más reciente lo dio a conocer el periodista Andrés de la Peña, quien reveló que el gobierno de Jalisco firmó, a finales del sexenio pasado, un acuerdo con Airbnb para promover destinos turísticos dentro de la plataforma.
El argumento: cada propietario es dueño de su patrimonio y puede disponer de él para lo que quiera. Pero ese discurso omite una realidad contundente: el derecho de los ciudadanos a vivir en zonas habitables, cercanas a sus centros de trabajo, con acceso a transporte público, servicios básicos y vida comunitaria.
No se trata de romantizar una lucha entre ricos y pobres. El punto no es quitarle a uno para darle al otro. Se trata, más bien, de que el Estado recupere autoridad y legitimidad como regulador de desigualdades. Se trata de recordar que los derechos no son concesiones del mercado, sino obligaciones del Estado. Que nadie olvide que cuando se habla de vivienda, se habla de dignidad, de comunidad y de justicia.
Hoy, la diputada Mariana Casillas presentará una iniciativa para tratar de regular plataformas como Airbnb en algo que se antoja como una pelea de David vs. Goliat.
Una propuesta que, sin duda, intentará ponerle el cascabel a un gato poderoso: el de la especulación inmobiliaria, que no duda en lanzar zarpazos a quien se atreva a tocarlo. ¿Cuántos diputados estarán dispuestos a enfrentar ese poder? O, mejor dicho, ¿cuántos de esos legisladores tienen propiedades en renta dentro de la misma plataforma que deberían regular?
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jl/I