Este martes inició la glosa del Primer Informe de Gobierno de Pablo Lemus Navarro. Después de casi tres décadas, los funcionarios del gabinete volvieron al pleno del Congreso para exponer, en apenas quince minutos, los logros del año.
Es un pequeño cambio, pero cambio al fin. Durante años nos acostumbramos a que algunas glosas, como la de seguridad, se realizaban a puerta cerrada. Lo que vimos ayer fue un toma y daca: tres minutos por diputado, tres minutos por funcionario. Una dinámica que, en teoría, debería alimentar el escrutinio democrático; en la práctica, dejó silencios, evasivas y muchas preguntas sin responder.
Sobre los excesos policiales del sábado y la evidente falta de inteligencia operativa en los alrededores de palacio de gobierno, apenas se dijo algo. Las manifestaciones, que se extendieron por cuatro horas, incluyeron actos vandálicos: incendio de oficinas, daños a la estación Plaza de Armas del Tren Ligero y destrucción de estatuas históricas. Cuestionado al respecto, el titular de Seguridad, Juan Pablo Hernández, aseguró que “se investigarán los posibles excesos y habrá sanciones”. Un compromiso difícil de creer.
Ayer, en estas mismas páginas, la periodista Sonia Serrano recordaba que las glosas sirven de muy poco. Diputados y funcionarios acuerdan preguntas y respuestas; los legisladores oficialistas plantean cuestionamientos suaves y previsibles, mientras que los opositores buscan protagonismo mediante estridencias sin mayor sustento técnico. Es una coreografía conocida.
Por eso la pregunta es inevitable: si el gobernador ha decidido no acudir al Congreso a rendir cuentas de manera directa, ¿para qué sirve la glosa?
La rendición de cuentas funciona en países donde los informes de alcaldes, presidentes o primeros ministros no son ceremonias políticas, sino evaluaciones públicas y periódicas basadas en datos verificables. Eso implica dotar a la ciudadanía de herramientas claras, entendibles y comparables. Y sí: se requiere invertir dinero para permitir generar datos y crítica.
Canadá es un ejemplo notable. El primer ministro presenta informes revisados por comités parlamentarios multipartidistas y por el Parliamentary Budget Officer, vale la pena visitar su sitio web, es ejemplar; una oficina autónoma que audita cada gasto público. A nivel local, ciudades como Toronto y Vancouver publican reportes trimestrales abiertos al público, aplican estrictas leyes de conflicto de interés y mantienen sistemas de datos que permiten evaluar la gestión sin ambigüedades.
Aquí estamos lejos de eso. Incluso, nuestra burocracia es tan vasta y gorda, que cabe otra pregunta: ¿cuándo vamos a citar a glosa al Sistema Estatal Anticorrupción? ¿Cuándo exigimos cuentas al auditor, a la Comisión Estatal de Derechos Humanos, al Itei, al IEPC? ¿Quién rinde cuentas, por ejemplo, de los bosques urbanos, de la agencia metropolitana de la basura; quién permite el desorden vehicular en el Imeplan? ¿Cuándo sentarán en el banquillo al titular del Siapa?
En una democracia, la glosa debería permitir corregir errores, no administrarlos. Debería convocar a más actores, no proteger a los mismos de siempre. Si la glosa continúa siendo un ejercicio de espectáculo, un ritual vacío, entonces la pregunta ya no es qué hacemos con ella, sino cuánto más estamos dispuestos a tolerar que no funcione.
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