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Saturado el 911
Posando para la foto
Era verano de 2015. El conteo del Inegi trajo un dato que entusiasmó a quienes diseñan la ciudad desde un escritorio: el despoblamiento de Guadalajara comenzaba a frenarse. Durante casi tres décadas, la capital de Jalisco perdió habitantes que migraron a cotos y fraccionamientos cerrados de Tlajomulco y Zapopan, municipios que pasaron de grandes parcelas y sembradíos a quedar cubiertos por manchas urbanas improvisadas.
Fue la década perdida en materia de vivienda, cuando se entregaron permisos de construcción sin pensar en las consecuencias: casas alejadas de los centros de trabajo, con servicios precarios y, en muchos casos, sin agua.
Para 2010 se impulsó un discurso global que hablaba de “compactar” ciudades, invertir en transporte público masivo para conectarlas y no dispersarlas. Así, los gobiernos destinaron recursos para “revitalizar” centros históricos y barrios antiguos.
En pleno auge panamericano, el Ayuntamiento de Guadalajara vio en Santa Tere un ejemplo claro de lo que Neil Smith llamó rent gap: un barrio con un siglo de historia, habitado por clases populares, con potencial de ganancia porque podía volverse chic para nuevos consumos y recibir nómadas digitales.
El proyecto, que se extendió casi una década, fue impulsado por el PAN, ejecutado por el PRI e inaugurado por MC, con el pomposo nombre de “Santa Tere, barrio mágico”. Prometía calles peatonales, ciclovías, un mercado remodelado y apoyos para que los vecinos arreglaran sus casas. En la práctica ocurrió algo distinto: las calles cercanas al templo y al mercado se llenaron de cafeterías gourmet y boutiques, mientras las rentas se dispararon.
El colmo: los esquites en vasito pasaron a venderse en una “elotería” y los tamales fueron desplazados por “fondas de barrio” con cortes finos. Fue la primera colonia con más barberías que estéticas unisex. Sus habitantes perdieron las canchas deportivas que gestionaba el templo de San Luis Gonzaga, transformadas en el primer complejo de edificios donde cada departamento cuesta millones de pesos.
Hoy la gentrificación describe el desplazamiento de las clases trabajadoras de zonas céntricas, expulsadas por los altos costos ligados a esos nuevos consumos: eloterías, cafeterías, cervecerías y fondas “de barrio”.
Ruth Glass acuñó el concepto en los años sesenta, al observar cómo la burguesía londinense convertía caballerizas en cocheras y luego en viviendas refinadas. En América Latina usamos términos como higienización, blanqueamiento por despojo o turistificación. Gracias a Conacyt, pude estudiar el fenómeno incluso cuando la academia local debatía si era asunto de sociólogos o urbanistas.
Lo que descubrí es cómo el Estado no solo abdica de regular el costo de la vivienda, sino que se vuelve promotor activo de políticas que profundizan la desigualdad. David Harvey lo advierte: el derecho a la ciudad no existe; la ciudad es de quien puede pagarla. Es el resultado de un modelo neoliberal.
Aun así, creo que la memoria nos sostiene. Porque la vivienda no solo sirve para dormir: es donde tejemos historias, donde reproducimos la vida y con ella, los recuerdos. Y son esos recuerdos compartidos los que pueden organizarnos para defender el barrio, exigir reglas justas y resistir juntos la lógica contra el despojo.
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jl/I