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Despojarse de los fantasmas

La escritora argentina Mariana Enriquez una vez en un elevador compartió conmigo y una amiga querida que la diferencia entre un demonio y un fantasma en una casa es que el demonio hace destrozos, pierde las cosas, se posesiona de objetos y juega con las personas, mientras que el fantasma, en su actitud para siempre triste, está condenado a existir en el mismo sitio, repetidor de la misma rutina eternamente. Se aparece en las casas a las que está sujeto, amarrado para siempre. 

Repite sus pasos, hace su rutina. Está ahí porque ni la muerte fue capaz de moverlo o de moverla. 

Esto quizá es de sentido común, lo saben muchas personas porque algo que debieron habernos enseñado las películas, pero yo no lo sabía y desde entonces entiendo mucho más profundamente las metáforas sobre nuestras relaciones, nuestras emociones y nuestros cuerpos a través de las historias de fantasmas: esas cosas que se quedan encharcadas en nuestras vidas, atormentándonos una y otra vez. El comentario cruel que le hicimos a alguien que amamos en su momento más frágil. El corazón que rompimos. Todas las veces que rompimos una promesa. Cuando faltamos a la cita en la casa de nuestra abuela, por decir lo menos. 

En su libro más reciente Mariana Enriquez, autora prestigiosa, multipremiada y para siempre pilar de la literatura latinoamericana contemporánea, puso al centro de sus relatos la idea de que los fantasmas son esos miedos que se nos van encarnando y de los que solo somos capaces de reflexionar cuando varios, muchos, años se cuentan en nuestra vida. 

El libro titulado Un lugar soleado para gente sombría, publicado en México por Anagrama el año pasado, comienza con un cuento revelador en ese sentido, en el que los habitantes de un vecindario de clase media, peligrosamente cercano a una villa, lo que en México sería como un barrio pobre, tienen que lidiar súbitamente con los gritos de dolor y angustia de las personas que fueron asesinadas en la calle, víctimas de la violencia, sin que nadie saliera en su auxilio. 

Uno de ellos es un joven que muere asesinado tras un secuestro exprés después de tocar las puertas de las casas de varios vecinos sin que nadie le abriera, un caso policial bastante conocido en Argentina. 

Para Enriquez es obvio que la metáfora del fantasma acá aplica con todas esas culpas que cargamos de seguir sobreviviendo en un entorno como ese. 

La protagonista del cuento, una mujer madura, es la única del barrio que puede comunicarse con los fantasmas y les pide que recuerden el lugar en el más allá al que pertenecen, que bajen la voz cuando gritan, que no se miren sus cuerpos desfigurados, ignorados. 

Uno como lector se termina preguntando siempre por qué esa mujer en específico puede hablar con ellos. Y ahí quizá hay muchas respuestas. Porque es médico, porque es mujer, porque cuidó a una mujer que sufrió. Porque no quiere que los fantasmas se vayan, solo que griten menos, que se acostumbren a convivir con el resto. 

Pero la metáfora que termina ocupando mayor espacio en los relatos de Mariana es la que tiene que ver con la vejez. Por primera vez en sus relatos, según sus propias palabras en entrevistas de varios medios, decidió abordar el difícil tema, casi prohibido para las mujeres de envejecer. Lo místico, lo extraño. Lo desesperante. 

Será que, en la vejez, especialmente, los fantasmas se aparecen de forma más directa y nos confrontan. Será que por primera vez los escuchamos porque ya no tenemos dónde escondernos o excusarnos. No hay más lugar para crecer, para aprender. No hay formas de ignorarles. 

Quizá, como la protagonista del cuento, vamos a tener que enfrentarlos. No desde el reto, ni siquiera con la idea de que por fin se marchen, sino simplemente porque reconocer su presencia es, de algún modo, reconocernos a nosotros mismos. Reconocer que todas esas fallas, faltas y dolores nos constituyen. Nos hacen los seres humanos rotos y maravillosos que somos. 

@alecarrillogl 

GR