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Neoliberalismo en desgracia

“Que quede claro: se eliminó el subsidio, se acabó la zanganería y de aquí en adelante vamos construyendo el nuevo Ecuador que todos anhelamos”, advirtió el presidente Lenín Moreno, luego de anunciar, el 1 de octubre, la medida que significaba el incremento de 1.85 a 2.39 dólares por galón de la gasolina de mayor consumo en el país. Lo que siguió no fue la construcción del “nuevo Ecuador”, sino el repudio generalizado del pueblo ecuatoriano, en el que sindicatos, organizaciones civiles y de manera destacada las comunidades indígenas, protagonizaron una ola de movilizaciones que obligaron al gobierno a decretar el estado de excepción, trasladar su sede a Guayaquil e instrumentar con sus cuerpos policíacos una violenta represión a los manifestantes. Los opositores decretan una huelga general para el 9 de octubre, al tiempo que miles de indígenas se dirigen hacia Quito. Finalmente, tras 11 días de protesta, seis muertes y mil 340 lesionados, el gobierno se vio obligado a recular y dejar sin efecto el aumento a los combustibles.

Por esos días, el 7 de octubre, estudiantes del Instituto Nacional realizan una “evasión masiva” en la estación Universidad de Chile del Metro, en protesta por el incremento de 30 pesos chilenos (equivalente a 78 centavos mexicanos) al pasaje, implementada el día anterior. La acción es replicada y para el lunes 14, organizadas a través de las redes sociales, las evasiones masivas se generalizan y días después se produce el primer enfrentamiento con el cuerpo de carabineros.

Para el 18, los disturbios alcanzan tal nivel de violencia que se decreta la suspensión total del servicio. La protesta se traslada de las estaciones del Metro a las calles y los operativos de evasión dan paso a las marchas y los cacerolazos. En la madrugada del 19, el gobierno decreta el estado de excepción y saca a los militares a las calles, durante el día anuncia la suspensión del alza tarifaria, pero las movilizaciones no disminuyen. En el lapso de 11 días, el presidente Sebastián Piñera había pasado de calificar a Chile como un “oasis”, respecto a los demás países del cono sur, a declararlo como zona de guerra. Cuando tres días después, con el ánimo de atemperar el conflicto, el presidente expresa un mea culpa, la protesta ya se había generalizado.

El viernes 25, la convocatoria a un mitin en Plaza Italia que congregó a un millón 200 mil asistentes, obligó al presidente a tomar medidas extremas, como la modificación de ocho ministerios de Estado, entre ellos, el del ministro del Interior, Andrés Chadwick, señalado como principal responsable de la brutal represión de las Fuerzas Armadas y carabineros sobre los manifestantes. El desaire del pueblo hacia tales medidas ilustra el nivel de fractura entre la élite gubernamental y la ciudadanía. Luego de 12 días de movilizaciones, 20 muertos, mil 200 heridos y 3 mil 500 detenidos, el reclamo popular ha escalado el nivel de sus demandas: ahora exige la renuncia de Piñera y la elaboración de una nueva constitución que propicie una transformación profunda de su sistema político y social.

Los acontecimientos de Ecuador y Chile han venido a significar un severo descalabro a la política económica que desde el Fondo Monetario Internacional (FMI) se ha venido imponiendo a los países latinoamericanos. Por enésima ocasión el neoliberalismo ha evidenciado la magnitud de su fracaso. Cada vez resulta más difícil para las oligarquías locales someter a sus pueblos a los imperativos de las grandes transnacionales. La derrota de Macri en Argentina apunta en esa dirección. En Bolivia y Uruguay, la confrontación se lleva a cabo en el terreno electoral. En ambos casos, las fuerzas progresistas muestran amplias posibilidades de salir victoriosas. Porque solamente los pueblos, con su movilización combativa, serán los encargados de suministrar al neoliberalismo una cristiana sepultura.

@fracegon

JJ/I