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Cuando la política ya no es lo que era

La política ya no es lo que era. Y, como todo lo que se transforma, también implica miedos y resistencias al cambio: estamos o estábamos acostumbrados a formas, estilos, palabras e imágenes que difícilmente volverán al escenario de lo público. Veíamos al presidente de la República en su traje impecable, siempre en el lugar correcto, con la producción adecuada, con el discurso preciso que no hiriera susceptibilidades de un lado y de otro. 

Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto tienen algo en común: pertenecieron a una generación de políticos en el poder que privilegiaron la forma sobre el fondo, quizá porque sabían de antemano que los grandes e históricos problemas del país no se resolverían en un sexenio y optaron entonces por patear el bote y apostarle a lo inmediato, ni hablar de los resultados a largo plazo. Quizá, y en descargo de Salinas, vale decir que su política sí propuso un cambio de fondo y una receta novedosa para su tiempo. 

Así, la fórmula durante estos años no varió mucho: no molestar a las élites políticas, empresariales y de la opinión pública y mantener el statu quo y los privilegios de aquellos pocos que detentaban el poder real para garantizar, en buena medida, la gobernabilidad y, por lo tanto, la impunidad del sistema o viceversa. 

Sí, los ex presidentes “hicieron cosas”, crearon muchas instituciones y organismos que en el papel servirían para reforzar y apalancar el combate a la pobreza y la corrupción, el derecho al voto, la transparencia, la justicia social y la seguridad de las y los mexicanos; no obstante, después de 30 años de gobiernos priistas y panistas, y de la creación de un sinnúmero de artefactos y artilugios burocráticos, sus propios números determinan el tamaño de su fracaso. 

La vida y la política han cambiado mucho desde las transiciones de 1988, 2000 o incluso 2012. A partir de que las redes sociales y los dispositivos móviles se convirtieron en un elemento cotidiano y en nuestro principal instrumento de interacción, las formas y estructuras sobre las que se construía el poder político en México y en el mundo lo comenzaron a resentir. Peña Nieto fue el primer presidente que experimentó el poder de las nuevas reglas y formas de la política pasada por el tamiz de la virtualidad. 

En 2018, en México coincidieron dos fenómenos, entrelazados y dependientes. La revolución digital y el ascenso de Andrés Manuel López Obrador. Los dos disruptivos, peligrosos para el establishment y, sobre todo, populares. AMLO entendió a tiempo que las nuevas generaciones, así como los usuarios de las redes sociales, ya no tenían entre sus prioridades el statu quo, al contrario, las conversaciones y los nuevos patrones culturales respecto al trabajo, la familia, la religión, la sexualidad y la política suponían un cuestionamiento radical a estas convenciones. Por eso, cuando se atenta contra las instituciones que representan el pasado algunos se asustan y se rasgan las vestiduras, pero sus gritos no tienen el eco deseado. 

En esta nueva realidad hay una figura presidencial frontal y silvestre: un presidente que pelea con los empresarios, que discute con los “intelectuales” y con la prensa, que exhibe –y busca castigar– la corrupción y los privilegios, tanto los propios como los de otros sexenios. Este contexto, en los parámetros del viejo régimen, sería un suicidio político, hoy da rentabilidad política frente a un segmento amplio de electores que han estado esperando un cambio tangible en su vida desde hace décadas y que les da lo mismo que algunas voces se desgañiten anunciando que éste será un sexenio perdido; total, ellos han perdido toda su vida esperando. 

Hoy que la política ya no es lo que era, vemos, por una mirilla, a un presidente desaliñado, improvisado, incorrecto, desatinado, pegándole al avispero, hiriendo susceptibilidades y con 62 por ciento de aprobación. Quizá AMLO sabe algo que el resto de los actores políticos del país ignoran. 

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