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La tibieza de México

El miércoles pasado el dictador de Nicaragua, Daniel Ortega, y su esposa Rosario Murillo decidieron quitar la nacionalidad a 94 personas a las que, además, les expropiaron sus bienes y les suspendieron sus “derechos ciudadanos de forma perpetua”.

Entre las víctimas se encuentran los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, el periodista Fernando Chamorro y el obispo Silvio Báez, a quienes el régimen acusa de “traición a la patria”.

Días antes, la dictadura nicaragüense había desterrado a 222 presos políticos a los que mantuvo encarcelados en condiciones infrahumanas y violatorias a los más elementales derechos humanos y convenciones internacionales.

Los absurdos a los que ha llegado el régimen orteguista han sido condenados por naciones e intelectuales de todo el mundo, pero el gobierno mexicano ha preferido mantener una postura muy tibia. Se ha negado a firmar declaraciones, a pronunciarse con claridad y envió a un representante a la última toma de posesión de Ortega.

El sábado pasado cerca de 500 intelectuales de todo el mundo emitieron un pronunciamiento en que se solidarizan con los nicaragüenses desterrados y denuncian las violaciones a los derechos humanos. Entre muchos otros están Salman Rushdie, Vargas Llosa, Rubén Blades, Orhan Pamuk y los mexicanos Juan Villoro, Elena Poniatowska y Guillermo Arriaga.

Los firmantes llamaron a la comunidad internacional “a que se pronuncie y asuma un papel activo en todas las acciones que puedan llevar al cese de los abusos y las violaciones a los derechos humanos cometidos por el régimen Ortega-Murillo”.

El gobierno chileno, encabezado por el izquierdista Gabriel Boric, en voz de su ministra de Relaciones Exteriores, dijo con claridad: “Se trata de una dictadura totalitaria donde se persigue cualquier tipo de disidencia”. Y añadió: “Desde Chile no solo vamos a seguir denunciando esta situación, seguiremos con las acciones que correspondan para apoyar en primer lugar a las personas perseguidas, pero también para apoyar la democratización en Nicaragua y esperamos que el resto de la comunidad internacional esté a la altura”.

Durante su visita a México, en noviembre pasado, Boric expresó que Latinoamérica “no puede mirar para el lado ante los presos políticos en Nicaragua”. Pero el gobierno de México prefiere “hacerse de la vista gorda”. Frente a la declaración del chileno, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, expresó que respetaba su opinión y evitó referirse a Nicaragua.

Mientras otros países toman medidas concretas, como recibir a los exiliados u ofrecerles la nacionalidad, el gobierno de México se limitó a expresar que “se mantendrá atento a que se respeten y protejan los derechos humanos de este grupo de personas”.

Los llamados a actuar están hechos. México tiene la oportunidad de tomar una postura más clara y jugar un papel más activo en relación con Nicaragua, como lo ha hecho en otras épocas apoyando a víctimas de los nazis, de la Guerra Civil española y de las dictaduras latinoamericanas.

El pretexto de López Obrador para mantener el apoyo al gobierno de Ortega es el principio de no intervención. Sin embargo, sí se ha pronunciado claramente y ha tomado medidas concretas con respecto a otros países como Bolivia y Perú.

Sobre el gobierno peruano, dijo el 22 de diciembre pasado: “Está muy cuestionado por su proceder, sobre todo por optar por la represión y no por buscar (…) una salida mediante el diálogo y con el método democrático”.

Por ello llama la atención la tibieza con que el presidente se refiere a Nicaragua. Quizá tenga cierta simpatía por Ortega, quizá no la tenga, pero políticamente considere que le conviene ser condescendiente con él. En todo caso con esta postura ayuda al tirano.

También es significativo que ni siquiera en este punto la mayoría de los seguidores del presidente tome distancia. Y así, con su silencio, avalen la postura del gobierno de México y del régimen de Ortega.

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