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¿Para espiarnos?
A creerle
La muerte perinatal es uno de esos términos que uno no suele saber qué significan sino hasta que se viven. Es de esos conceptos en los que, al conocerlos, quien lo sufre puede ponerle nombre a su dolor, saber en qué consiste, tener una idea, aunque sea vaga, de aquello que lo conforma, porque nadie, en primera instancia, te prepara para una muerte perinatal. Y, cuando ocurre, parece que hay de todo tipo de experiencias en torno a ella.
Creo que nunca he sentido un dolor tan grande como haber llegado a casa de mi madre, aquellos primeros días de diciembre de 2016, con los brazos vacíos, tras la muerte de mi hija en la semana 38 de gestación. Bajarme del carro y haber dado apenas un paso en la calle y soltarme a llorar. A mi lado, el papá de mi hija; a unos metros, mi amada familia.
Ni siquiera recuerdo haber sentido tanto dolor unos días antes, cuando el ginecólogo me confirmó que no había latidos fetales. Tal vez porque la impresión del momento me bloqueó. Tal vez porque haber llegado a la casa de mi familia sin mi pequeñita con nosotros, viva, era una bofetada ineludible de realidad; la confrontación, sin evasión alguna, de que aquella vida que había pensado para mí, para nosotros, no iba a existir. Nunca.
En la búsqueda de nombrar los sentimientos para intentar al menos algo de comprensión y de lógica en medio del desastre mental es como llegan esos términos que se quedan para siempre en nuestras vidas, porque forman parte de lo que somos. La muerte perinatal se refiere, en términos generales, a aquella que ocurre a partir de la semana 22 de gestación (unos refieren incluso la semana 26) del feto a hasta siete días después del nacimiento. Es una muerte en torno al proceso de alumbramiento.
Y es alrededor de esta pérdida que aparece otro concepto: el duelo gestacional, en el que se busca dar un trato respetuoso y digno a aquellas mujeres (y familias) que han sufrido la muerte perinatal.
Lamentablemente, por lo que en estos largos casi cuatro años he escuchado y leído, además de mi experiencia personal, no hay protocolos estandarizados para atender a las embarazadas que pasan por una muerte perinatal. La violencia obstétrica no es un mito y la poca empatía o la falta de abordajes adecuados dejan a muchas familias pasar en solitario por estos procesos que socaban su dignidad y su esperanza.
A nosotros nos dejaron ver a Nikté enseguida de ser extraída mediante cesárea. La limpiaron y vistieron, me la acercaron para que la acariciara; su papá pudo cargarla. Mi familia pudo verla. Quienes atendieron el servicio funerario la llevaron a mi recámara en el hospital para estar con ella antes de que la cremaran; “tómense su tiempo”, nos dijeron. Yo no estuve siquiera en la misma ala hospitalaria donde mamás y familias enteras recibían con barullo a sus pequeños integrantes. Y aun así fue un proceso devastador.
No me imagino a aquellas mamás a quienes les entregaron a sus hijos en cajas de zapatos, a quienes estaban internadas en el mismo espacio con mujeres rodeadas de globos, amamantando a sus bebés; el dolor de que les dijeran que al cabo es joven y puede tener más hijos, como si fueran artículos intercambiables; que qué bueno que se murió recién nacido y no más adelante; a quienes les dijeron exageradas y ridículas por llorar por un ser al que no conocían, como si toda la revolución emocional y hormonal por la que pasamos no fuera precisamente con la intención de crear un vínculo con un ser que se adueña de tu cuerpo, al que deseas tener contigo y verlo crecer.
Ver morir a un hijo va contra toda lógica emocional. Somos los padres quienes debemos morir antes.
Una conocida a quien estimo mucho dijo que los hijos deberían ser eternos.
Ojalá lo fueran.
Twitter: @perlavelasco
jl/I