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Un año más para ser felices

Me gusta la sencillez y calidez de Bertrand Russell en La conquista de la felicidad, un librito que todos deberíamos revisar en estos últimos días de 2020; un año particularmente humano, es decir, lleno de drama, muerte, temor, esperanza, pasión y amor. 

Quizá suene ridículo hablar de felicidad durante un nuevo repunte de esta interminable pandemia, pero, como decía el propio Russell: “El hombre feliz es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen por él”. Y el Covid-19 es parte de ese universo al que pertenecemos los seres humanos. 

El virus de moda nos ha evidenciado, pero esto no es necesariamente malo. Esta nueva versión del coronavirus exhibe nuestras peores miserias, pero también nuestras más grandes cualidades y virtudes. Este 2020, hemos presenciado el encumbramiento del egoísmo, pero también de la solidaridad y el amor por los otros. Muchas y muchos han pensado sólo en su beneficio o su perjuicio personal, es verdad, mientras otros tantos se han empecinado en llevar esta dualidad al campo de lo común, de lo que nos une con otras y otros. Sí, hay gente allá afuera que sigue pensando en extorsionar, en robar, en asesinar, en aprovecharse de la ocasión, pero también hay otros que no descansan salvando vidas, trabajando honestamente, procurando ayuda a los demás y pensando, desde su trinchera, en un mejor futuro para todos. Yo me esfuerzo en poner atención a estos últimos. 

La obra de Russell que cité expone de forma un tanto esquemática y válida las causas de la desgracia y la felicidad de los seres humanos, omitiré las primeras y me centraré en las condiciones que nos hacen felices, y en las que coincido plenamente. Bertrand menciona al entusiasmo, al afecto, la familia, el trabajo, los intereses impersonales, el esfuerzo y la resignación como las razones principales de nuestra felicidad; cualidades y condiciones que con o sin pandemia han prevalecido entre nosotros. 

Y ojo, mi intención no es apostarle a la cursilería simple y al optimismo desbordado frente al mundo natural que se nos manifiesta con todo su poder y complejidad. Al contrario, se trata de poner cada cosa en su lugar y asumir nuestra condición humana dentro de un escenario que nunca terminaremos de comprender. Se trata, en todo caso, de avizorar el mundo en su justa dimensión, si es que la hay, y asumir el papel que queremos jugar en él, aquí sí, desde una perspectiva instrumental y racional. 

Los pesimistas e infelices siempre encontrarán argumentos y códigos “universales” para demostrarse y demostrarnos que nuestra existencia es fútil y que el mundo es un lugar hostil y terrorífico. Los pesimistas asumen, de facto, que la tragedia tiene dedicatoria personal para cada uno de ellos y de la cual es imposible huir. 

Michel Serres afirmó, en su momento, que la humanidad progresaba adecuadamente. Jaime Sabines lo expresó de forma más clara en uno de mis poemas favoritos: “A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho –frente al ataque de los antibióticos– ¡bacterias mutantes!”. 

A los infelices les cayó bien esta pandemia y todas sus muertes e incertidumbre, porque con ello validan sus argumentos para convencernos a los demás de que aquí “la vida no vale nada”. A los pesimistas de hueso colorado, a los demás, a los que no les es suficiente la pasión, el amor, la familia, el trabajo y la resignación, les deseo un gran 2021. 

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jl/I