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¿Para espiarnos?
A creerle
Vivimos en un tiempo de polarización. No es que antes no existieran diferencias, confrontaciones, enemistades y odios. Pero hoy se agudizan porque se alientan deliberadamente y se potencian con mucha facilidad a través de las redes sociales.
Las descalificaciones y los insultos se propagan sin pudor, muchas veces desde el anonimato. Las reacciones son desmesuradas e inmediatas, sin reflexión. Sobrerreaccionamos cuando algo no nos gusta. El dicho del que piensa diferente, muchas veces sacado de contexto, se aprovecha para denigrar a la persona. El error de cualquiera es motivo de escarnio.
Paulatinamente perdemos la capacidad de ser tolerantes. Discutimos más desde la emoción que desde una razón argumentada.
El “otro”, el diferente, es el enemigo y así se le trata. En cualquier ámbito: en el político, en el deportivo, en el cultural. Paradójicamente cuando más hablamos de pluralidad y respeto a la diferencia, la soportamos menos.
En su novela La muerte del adversario, el escritor Hans Keilson dice en voz de uno de sus personajes: “Hemos llegado al punto en que cada quien tiene su bando y se ve enzarzado en una batalla antes de tener siquiera ocasión de pensar por qué se ha originado la disputa, quién es el contrario, por qué lo es y qué se decide en realidad en el enfrentamiento”.
También señala: “Usted, en cambio, prefiere darle gracias a Dios por ser quien es, y arremete contra el otro por ser distinto. De lo que se olvida es de que el otro hace lo mismo con usted, pues para él usted es el otro”.
Somos el otro de alguien y recurrimos a etiquetas que despersonalizan a quien piensa diferente y lo convierten en enemigo. Por esto se tacha con toda facilidad a alguien de “fifí” o “chairo”, de “machista” o “feminazi”, de “comunista” o “conservador”, de “chayotero”, “neoliberal”, “amlover”... Cualquier epíteto sustituye al argumento. La emoción nubla la razón y el enojo, incluso el más justificado, nos tapa los oídos y se transforma con mucha facilidad en odio.
Keilson, quien nació en Alemania en 1909 y emigró a Holanda en tiempos del régimen nazi, comenzó a escribir esta novela en 1942. Tuvo que esconder, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, el manuscrito en que aborda, a partir de una historia particular, el tema del odio en las sociedades que se articulan en torno a la confrontación y a la manera en que terminamos odiando personas a las que ni siquiera conocemos.
En el ámbito político, particularmente en el partidista, crear enemigos y generar miedo son dos de las tácticas conocidas desde la antigüedad y alentadas ahora a través de las nuevas tecnologías. Funciona muy bien para ganar adeptos, pero tiene graves consecuencias porque termina por desgarrar el tejido social y entorpece notablemente la capacidad de entablar los acuerdos necesarios entre las diversas fuerzas políticas.
No se trata de lograr la unanimidad. Justamente eso es lo que desean quienes polarizan: visiones únicas, sin matices, sin disidencias. La confrontación política es deseable en una democracia. De eso se trata, de impulsar proyectos distintos de sociedad, de obtener el poder legítimamente para “poder hacer” que ciertas cosas sucedan en el ámbito de lo público, pero eso no equivale a promover el odio.
En este tiempo de confrontación necesitamos tender puentes. Generar desde la sociedad espacios de encuentro y diálogo sereno y productivo en torno a los problemas que nos aquejan y fuera de la lógica de la polarización. Será difícil que quienes encabezan a los distintos bandos, los promuevan, pues se benefician de ella. Si no nos salimos de esta lógica y formamos parte acríticamente de las huestes de uno o de otro, corremos el riesgo de que la división se profundice y genere daños importantes que luego resultará muy difícil restaurar.
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jl/I