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A rehacer el municipio

No cabe duda de que el concepto de municipio debe revisarse ya. No se vale aplicar el mismo esquema a una localidad de unas cuantas centenas que a otra de millones de seres humanos. No es lo mismo una jurisdicción con una densidad de unos cuantos pobladores por kilómetro cuadrado que donde se llegan a acumular en el mismo espacio algunas decenas de miles, etcétera.

Hasta donde tengo entendido, la idea del territorio municipal es dotar a los centros de población de un espacio suficiente para satisfacer sus requerimientos, pero nunca se pensó en el municipio para servir de división interna de una gran mancha urbana y, en cambio, sí complica la vida de la ciudadanía que coexistan varias autoridades del mismo rango, cuya filiación y vocación no tienen por qué coincidir.

El concepto actual de “municipio libre” no es tan antiguo como suele afirmarse a veces. Fue la Revolución del año 10 la que lo constituyó de verdad, pero ¡aguas!, al mayor centro urbano de todos le estableció un régimen por completo diferente.

Lo que sí constituyó durante casi toda la época colonial la división básica del territorio fueron las “alcaldías mayores” y los “corregimientos” –unos básicamente de españoles, otros de indios–, cuya autoridad era nombrada por virreyes y gobernadores. Con las reformas borbónicas de fines del siglo 18 estas demarcaciones pasaron a llamarse “partidos” y los federalistas del siglo 19 les llamaron “departamentos”, en tanto que los gobiernos conservadores prefirieron conservarlos como “partidos”.

Entre tanto, la Constitución de 1824 reconoció la facultad de tener “municipalidad” a cada población de más de mil habitantes en la que hubiese por lo menos una persona que supiese leer y escribir, para que fungiera como secretario. Pero ello no implicaba una definición precisa del espacio, como sí era el caso de los partidos o departamentos, cuyos límites se insistió siempre que estuviesen a medio camino entre una cabecera y la otra: “que partieran términos”, se decía, y el mismo criterio se manejó después de la Constitución de 1857, que ni siquiera menciona a las tales municipalidades, por cierto.

En Jalisco, mediante el decreto número tres de Manuel M. Diéguez, firmado en Etzatlán el 2 de julio de 1914, se suprimieron de un plumazo los 32 departamentos –algunos con tres siglos y medio de vigencia– y también otras entidades mayores que se habían creado 100 años atrás y habían logrado un fuerte arraigo en virtud de su racionalidad: me refiero a los cantones. Fueron ocho originalmente y 12 eran cuando fueron suprimidos en 1914, con el argumento de que sus “jefes políticos” se habían convertido en verdaderos caciques solapados por el mismo presidente de la República.

En vez de los departamentos y cantones se definió al municipio como única división interna de los estados de la Federación, pero en ningún caso se contempló que un solo centro de población estuviese dividido por varios municipios, como sucede en la actualidad debido al crecimiento de ciertas ciudades, no previsto en aquel entonces.

Habiendo municipios “de chile, dulce y manteca” o, si se prefiere, de todos los tamaños posibles, parecería sensato hacer una clasificación de ellos y dotar a cada apartado de condiciones adecuadas a su circunstancia. Mas habría que empezar por el hecho de dotar a cada centro de población de un solo ayuntamiento y unos límites municipales que las abarquen en su totalidad en vez de varias superficies urbanas crucificadas por límites municipales que dan lugar a grandes confusiones y, por ende, a una fuerte corrupción y no pocos conflictos. Pero este es un tema que no parece importarle mayor cosa a ningún gobierno federal…

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jl/I