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Al diccionario

Creo que nunca fui una niña particularmente curiosa. No me recuerdo a mí misma preguntando por qué hasta el cansancio ni bombardeando a los adultos con comentarios de esos brillantes y profundos que muchos suelen compartir ahora sobre los menores cercanos.

En contraste (o tal vez por eso), siempre leí todo lo que tuve a mi alcance y escribía cuentos y dibujaba historias que me inventaba nomás porque sí o para pasar las tardes o hacer labores escolares o regalarle algo a alguien a quien quería.

Lo que sí tengo muy presente es mi interés por las palabras, muy bien incentivado por mi mamá, mi tía y mi tío. Los diccionarios y las enciclopedias no digitales que había en casa en diferentes momentos de mi vida eran visitados con mucha recurrencia cuando preguntaba qué significaba tal o cual palabra. Entonces, casi siempre mi mamá y mi tía, me mandaban a buscar en el diccionario el motivo de mi duda.

Siempre nos decían que era porque, al buscar directamente la palabra, era más fácil que recordáramos su significado y cómo se escribía, contrario a que ellas nos dieran la respuesta a la duda; ya más grande tuve la hipótesis de que, además, era imposible que supieran todas las palabras que yo me topaba, y al mandarme a buscarlas en el diccionario les quitaba de encima la machacona molestia de que fueran ellas las que tuvieran que abrir el librote aquel para ayudar en mi exploración.

Siempre estaban presentes el típico diccionario Larousse, muy básico, que nos pedían en la primaria, y una bellísima colección de 15 tomos que se llamaba Mi Primera Enciclopedia El Mundo Mágico de los Niños, de editorial Origen (ahí leí un adaptación de La fundación mítica de Buenos Aires y recuerdo lo mucho que me impresionó); ya rumbo al final de esa etapa había un precioso Diccionario Enciclopédico Océano, un diccionario español-inglés y una enciclopedia tinta de 12 tomos, cuya editorial no recuerdo.

Mi tío, por otro lado, al darnos nuestro domingo, nos preguntaba datos aleatorios acerca de las monedas o los billetes. “¿Quién está en la moneda de mil pesos?”, “sor Juana”, y zas, nos daba nuestra moneda de mil pesos. “¿Qué hay en la parte de atrás del billete de 5 mil pesos?”, “el Castillo de Chapultepec”, y nos daba el reluciente dinero (que, por cierto, tal cantidad salía de su cartera sólo en momentos muy especiales, porque era mucho, mucho dinero en verdad).

No me recuerdo a mí misma preguntando qué eran los colores o cómo se formaban, pero sí me ponía a revolver las acuarelas de la clase de artísticas para ver cuáles colores se formaban, aunque ello implicara dejar un cochinero.

Ahora, muchos años después, me gusta ver a mis sobrinos crecer y hacer preguntas y planteamientos. Me convertí en la tía que les hace regalos didácticos o juegos de mesa que les signifiquen horas de entretenimiento y reflexión, y que para Día de Reyes les obsequia libros que, espero, generen dentro de ellos emociones, dudas, sensaciones como las que causaron en mí.

De entre todos los estímulos que tienen (la tele, las plataformas y sus miles de opciones, las consolas y sus videojuegos, los celulares con su acceso casi infinito al mundo), quisiera siempre darles una opción bonita y que, cuando estén grandes, la relacionen con momentos de sus vidas, como sus mamás (mis primas) y yo tuvimos y que atesoro con tanto cariño.

Cada año he elegido con mucho corazón los libros para regalarles. Me vale lo mismo que sean de ciencia, de cultura general, de cuentos, novelas adaptadas o interactivos para las más chiquitas, pero siempre con el interés de dejar un cachito de mi amor por las historias en sus vidas.

Con las ganas de ser la tía a quien le pregunten qué significa algo y mandarlos al diccionario.

Aunque sea virtual.

Twitter: @perlavelasco

jl/I