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El viernes ocurrió una tragedia, una más, cuando en un colegio de Torreón, Coahuila, un niño asesina a tiros a su maestra, hiere a cinco compañeros y se suicida. Como sucede con las miles de noticias de violencia que estremecen al país, son numerosas las opiniones en las conversaciones cotidianas y en las redes sociales. Es normal que la gente reflexione, evalúe o haga afirmaciones acerca de cada acontecimiento; es normal que se haga a sí misma o haga interrogantes, no siempre en busca de respuestas. Lo que no debiera ser normal, porque no contribuye a pacificar el país, ni a comprender lo sucede, ni a construir posibles soluciones, es cómo se reacciona con aseveraciones tajantes que se consideran irrebatibles, con megaverdades de pies de barro, con una carga emocional de odio y recurriendo a formas simplonas de pensar.
Las preguntas que escuchamos o leemos acerca de las permanentes tragedias, como la de Torreón, conviene revisarlas. Las preguntas que hacemos, expresadas multitud de ocasiones en automático, sin mucha reflexión, sin previamente sopesarlas, no son ingenuas. Detrás de quien pregunta existe una percepción de sí mismo y del mundo. También, cada pregunta encierra una intencionalidad, explícita o implícita, no siempre asumida por quien interroga. De hecho, cada profesión tiene su propio bagaje de preguntas. Y cada pregunta planteada va en una dirección. Pero no sólo eso: cada pregunta enfoca la atención en algo que le interesa al preguntador. El que las elabora se centra y centra al otro en algún aspecto de lo que se aborda. Ahí están en juego lo objetivo y lo subjetivo. Los vaivenes de preguntas tienen una carga emocional con repercusiones igualmente emocionales.
Preguntarse, preguntar, es poder. Para el que se las hace a sí mismo o a otros. En un diálogo, entrevista o debate, preguntar puede o no fortalecer a las dos o más partes, al que pregunta, al respondiente y a los posibles escuchas. Pero lleva la mano el que pregunta. A esto agreguemos que hay preguntas sin salida, que no llevan a nada, que nublan horizontes. Una pregunta puede abrir o cerrar puertas a distintas percepciones de lo que sucede, y direccionar la mirada hacia los problemas o a los objetivos. Preguntar es orientar búsquedas o hallazgos, mundos presentes o futuros, porque las preguntas horadan paredes mentales y niveles más profundos. Las preguntas pueden construir o destruir relaciones, criterios, destinos, acuerdos, mundos, vidas.
De ahí que en tragedias como las de Torreón, Guadalajara o cualquier otro lugar, cuando se carece de suficiente información contextualizada y de antecedentes, primero, y de formación profesional del tema, segundo, entre las primeras preguntas que escuchamos o leemos están las culpabilizadoras. Quienes preguntan, acusan a alguien de lo que sucedió, sin más. Culpan al niño, a los profesores, al padre, a la madre, a los directores y de ahí para adelante. No distinguen entre culpar y responsabilizar. En acontecimientos como el de Torreón hay responsables, sí, a distintos niveles; pero, ¿culpables? Habría que investigarlo. Las situaciones complejas no se pueden analizar con pensamientos simples, silvestres, donde la lógica o el sentido común en muchas ocasiones no funcionan. Donde los asuntos no son de buenos y malos.
Sin investigar, sin comprender el fenómeno, sin repensar, la tendencia es criminalizar. El acusador se autonombra policía, ministerio público, juez y carcelero, todo junto.
En parte, por eso aborrezco preguntas y discursos que circulan en Twitter y en general en las redes sociales, que dañan, no aportan y exhiben el limitado modelo de pensar de los acusadores.
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jl/I