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En medio 

Hace unos días, mientras comíamos, surgió la charla de cómo cada generación se ha enfrentado a la tecnología de una forma distinta y cómo también, en esencia, no hay una diferencia de fondo, pues nos hemos hallado con artículos de todo tipo y debimos aprender a utilizarlos desde cero, con pocos o muchos conocimientos teóricos detrás. 

A veces, lo confieso, me desespera mucho que mi mamá no pueda hacer algo tan simple como aprender a abrir la versión web de su WhatsApp o que, después de haberlo repetido y hecho decenas de veces, vuelva a preguntar cómo crear una carpeta y transferir los archivos de su teléfono a la computadora. 

Pero luego pienso en que ella manejaba sin mayor problema los tocadiscos o las grabadoras, y que en realidad ese aprendizaje no tendría por qué distar tanto de picar botones virtuales para que los nuevos instrumentos hagan lo que ella quiere. 

En contraste, la adolescente hija de mi novio estaba asombradísima por cómo se tenían que manejar las videocaseteras. Él le contaba que antes, si querías ver tu programa favorito, pero no podías hacerlo a la hora que estaba en el canal del caso, debías programar el aparato ese para que comenzara a grabarlo, en un ritual que no era tan simple y que tenía sus recovecos. Si se iba la luz, la hora se desprogramaba y ya no servía el esfuerzo. Si te equivocabas de hora, si no conectabas bien los cables, si alguien movía los botones y dejaba el número de un canal que no era, lo que habías hecho antes se echaba a perder… ahora que lo escribo, pienso en que era más probable que no se grabara a que lo hiciera. 

Seguramente, si a ella le presentáramos uno de estos artilugios, tardaría en aprender a grabar un programa de tele abierta tanto como a mi mamá le cuesta trabajo mandar sus fotos del celular a la compu. 

Muchos de quienes rondamos los 40 años, poco para arriba y poco para abajo, tuvimos la oportunidad de convivir con esa tecnología maravillosa y antigua que había (o hay, incluso) en las casas de nuestros padres o abuelos. Los casetes, los discos de acetato, ahora tan revalorados y reencontrados por nuevas generaciones, y nunca olvidados por los amantes de la música, quienes aseguran que su reproducción es más nítida y buena que cualquier versión digitalizada; las películas en formato VHS y alguna que otra versión en Beta perdida por allí (por cierto, marca que nomás no pudo posicionarse), y su evolución a los discos compactos; los radios a los que les debías girar los botones para sintonizar las estaciones o ajustar el volumen, con antena incluida, porque había que desplegarla para que se escuchara mejor… 

Somos los mismos que vimos llegar Internet y conectarnos –ahora suena como si hubieran pasado siglos– vía telefónica, que nos gastamos mes a mes las 100 llamadas de servicio básico llamando al maldito módem para poder navegar, con un servicio tan inestable que, al levantar el teléfono, perdíamos la conexión. Esos que pasamos de los teléfonos fijos de disco (¿a alguien le ponían el famoso candadito para que no pudieran marcar o sólo recibieran llamadas?), a los fijos de teclas, a los inalámbricos, a los celulares bultosos, después los plegables, seguido de los planos y delgados con funciones completas dignas de cualquier computadora y cámaras que, en las manos adecuadas, no le piden nada a un lente de primer nivel… 

Esos que tuvimos que aprender a convivir con las redes sociales; quienes abrimos una cuenta de Facebook o Twitter, como la gran maravilla, para contarle al mundo lo que nos ocurría (como si al mundo le interesara), pero vimos surgir, una tras otra, aplicaciones para prácticamente todo. 

Ahora debemos, al mismo tiempo, enseñar a nuestros hijos a ser responsables de lo que muestran sobre su vida en plataformas que manejan como extensiones de sí mismos y a nuestros padres a no encender la cámara por error, comenzar una trasmisión en vivo creyendo que nos llaman a nosotros, mientras se lavan los dientes. 

Aún no me pasa. 

Todavía. 

Twitter: @perlavelasco 

jl/I