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Gobernabilidad en tiempos de AMLO

El espectáculo es ominoso y degradante. La oposición y el presidente han decidido hacer de sus diferencias políticas una representación grotesca que padecemos todos los días y que dan un tinte aún más acuciante a la angustia provocada por el Covid-19. Sí, el escenario es lamentable y el debate de proyectos políticos inexistente, pero más allá de nuestro surrealismo característico, ¿tenemos elementos para afirmar que México vive una crisis de gobernabilidad, como lo afirman algunos analistas y críticos de AMLO? 

Manuel Alcántara Sáez, politólogo español, afirma que en democracias débiles como la nuestra, la capacidad interventora del Estado puede acentuar una crisis de gobernabilidad si éste promueve una mayor tendencia a politizar a la sociedad. 

Hoy, a poco menos de dos años del inicio del sexenio, parece que esta condición se cumple a cabalidad en México. En nuestros días, la política no se utiliza para llegar a acuerdos, por el contrario, se usa como instrumento de polarización, encono y odio, sentimientos que se fortalecen en la medida que el cambio de gobierno se sigue observando y valorando desde dos perspectivas radicalmente opuestas: 1) el cambio justo y verdadero que estábamos esperando, y 2) la destrucción de nuestras instituciones y del país en su totalidad. 

Pero la inestabilidad política no sólo se desata por la polarización o politización social. La democracia mexicana sobrevive en condiciones muy especiales que pasan por una serie de variables que también son determinantes para medir los niveles de gobernabilidad y que están vinculadas al tipo de liderazgo del presidente, la ideología prevaleciente en el grueso de la ciudadanía, el grado de armonía entre las elites que gobiernan el país, la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, el papel del Estado como responsable del desarrollo socioeconómico y, sumamente importante en el contexto actual, el grado de corrupción como detonante del descontento social. Y ahí, ante este listado de prerrequisitos, la cosa cambia. 

Hablar de la calidad del liderazgo del presidente nos pone en una situación complicada, pero referir una aprobación de 62 por ciento nos lleva más allá de la interpretación, se trata más bien de una sintomatología del hartazgo y la desesperanza de millones de mexicanos, que más allá de las ideologías observan su realidad a través de la marginación, la pobreza y la incertidumbre. Por eso ven en López Obrador a un líder que intenta cambiar las circunstancias que los llevó al abandono. 

La naturaleza del liderazgo del presidente ha reventado muchos engranes de la maquinaria que antes funcionaba, cuando menos para la fotografía. La relación entre las élites que gobiernan el país está rota. Las cámaras y confederaciones comerciales e industriales, algunas centrales obreras, gobernadores de oposición, sindicatos, universidades públicas y una larga lista de etcéteras, se muestran más que distantes del presidente, contrarios a él. Mucho se debe, sí, a los privilegios perdidos, pero también al trato que el propio titular del Ejecutivo les ha dado. 

La corrupción como detonante del descontento social y el papel del Estado como responsable de la economía son una navaja de doble filo para el presidente y su gobierno, ya que si los segmentos más amplios perciben una mínima mejoría en su vida diaria o la sensación de que el presidente sigue siendo su aliado y sostiene su misión de luchar por ellos, AMLO mantendrá una amplia ventaja frente a la oposición, tanto en la legitimidad sociopolítica como en la electoral. Lo mismo aplica el combate a la corrupción, como fórmula de contraste entre los anteriores gobiernos y el actual. 

Por el contrario, si cada vez un mayor número de mexicanos percibe que su economía está peor día con día y que la lucha contra los corruptos no es más que una puesta en escena, el gobierno federal podría experimentar altos índices de inestabilidad que nos llevarían a una verdadera crisis de gobernabilidad, más allá del circo que Frenaaa y algunos otros opositores han intentado montar. 

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