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El problema  de sentir

Hay días en que simplemente siento que no puedo más. No sé si es el encierro o la ausencia de todo aquello que hacía a. C. (antes del coronavirus), pero hay jornadas en que las emociones me rebasan por completo. 

Parece que estoy en un carrusel o, mejor dicho, en una montaña rusa, de esas que precisamente odio por la sensación que dejan en el estómago y la horrible expectativa del carro cuando va en subida, en espera de una fatal y adrenalínica bajada. 

Tal vez exagero o, precisamente, las condiciones mismas del entorno que vivimos hacen que todo se sienta magnificado. Eso y que, he insistido, nadie nos preparó para tener que ver hacia adentro de nosotros mismos durante estos días que ya se convirtieron en semanas y estas, a su vez, en meses, alejados de lo que antes éramos. 

En sólo tres días de esta semana pasé de la ansiedad y la preocupación extrema a la felicidad y, si me atrevo, a una especie de ligera euforia, para acabar en el enojo, la frustración y la tristeza… Y no es que pase por situaciones particularmente graves, sino que la cabeza comienza a funcionar en modo revolucionado, contemplando escenarios ridículos que van de lo fatídico a lo cómico acerca de lo que, en sí mismo, podría convertirse mi propia existencia. 

Pero sé que en esta batalla no estoy sola. Leo o escucho a personas cercanas, mujeres en su mayoría, cuya ansiedad o cualquier otro tipo de trastorno se encargan de devorarlas a la menor provocación. Les dejan, a cambio, noches enteras de insomnio, dolores físicos, sentimientos de vacuidad, enojos espontáneos, irritabilidad, pulsaciones fuera de lo normal… 

Y todavía hay quienes se atreven a juzgar a estas personas, a calificarlas de débiles y frágiles, a reprocharles que cuiden de sí, que tomen terapias o medicamentos prescritos, porque antes esas emociones se arreglaban de otra forma, porque antes esos pensamientos forjaban el carácter, porque antes los jóvenes y los adultos estaban hechos de otra madera, una que aguantaba todo, aún lo inaguantable… Como si hacernos cargo de lo que sentimos y pensamos, de responsabilizarnos al atenderlo con un profesional nos hiciera más culpables y merecedores de aquello de lo que justo queremos liberarnos.  

Un compañero de la hija de mi pareja se suicidó hace una semana. Un jovencito de 16 o 17 años a lo sumo, estudiante de preparatoria. Sus papás salieron a trabajar y, a su regreso, él ya había fallecido. 

¿Qué habrá pasado por su cabeza, qué tanto acumuló en su interior, incluso sin saberlo, que lo hizo tomar esa decisión? Estas preguntas no me dejan en paz desde entonces. Y pienso también en sus amigos y compañeros, quienes por una pandemia no vista en cerca de 100 años, no pudieron despedirse de él, no pudieron hacer su duelo de la forma en como culturalmente estamos acostumbrados, no pudieron siquiera estar juntos entre ellos para abrazarse y darse consuelo, para conocer y reconocerse en el dolor del otro. 

Y momentos como estos le dan, de verdad, vuelcos a mi perspectiva. A los dos meses de la pandemia y el encierro extrañaba acciones tan, sólo por decirlo de alguna forma, superficiales: ir al cine, salir de viaje... Ahora extraño los abrazos que contienen las emociones, las largas charlas en vivo frente a una taza de café, en la misma mesa; los cariños de mis sobrinos, las tardes y noches de juegos de mesa con mis primas, los cumpleaños, todos amontonados y soplando las velitas del pastel… 

Eso o que solamente no ha sido una buena semana, que las emociones salieron de paseo después de un ratito encerradas o que algún planeta que rige mi signo está en retrógrado… Aunque es una lástima que no crea en la astrología. 

La vida d. C 

Twitter: @perlavelasco

jl/I